Por Lianne Fonseca Diéguez
No quiero caer en valoraciones facilistas ni pretender nadar fuera del agua, porque pintar como simples los procesos internos de una entidad productiva de bienes o servicios equivale a mirar con ojos de mal cubero, o dicho en términos filosóficos, a apreciar el fenómeno pero no su esencia.
A la empresa hay que verla como lo que es, un engranaje complejo en el que hay enraizados virtudes y vicios colectivos; un espacio a menudo saturado de contradicciones y carencias, por lo que necesita, para vivir más sana, al tan aludido y no siempre tan consumado Sistema de Control Interno.
Y he aquí una de las principales lagunas en las que se ahoga parte del empresariado cubano, que no valora ese andamiaje como una herramienta vital del proceso de dirección y gestión, y causa entonces una proliferación de unidades en las que impera el caos.
De no ser así, cómo explicar la existencia de tantas irregularidades que hoy mellan el proceso productivo; cómo entender faltantes de efectivo, productos desviados, deterioro de medios o abundancia de recursos ociosos o de lento movimiento. Sorprende el hecho de que unas empresas sobrevivan a base de improvisaciones y otras, como mucho, con un mínimo de orden.
El control interno, de acuerdo con entendidos en el tema, permite conducir a la entidad hacia el logro de sus objetivos de productividad y reducir tropiezos en ese camino, facilita a la administración operar bien en diferentes escenarios económicos y adecuarse a las demandas y prioridades de sus clientes.
Lejos de verlo como una imposición o una papelería excesiva, como se percibe hoy en muchos centros laborales de Cuba, al Sistema de Control Interno hay que observarlo como una manera de reestructurarse para el crecimiento económico paulatino y la herramienta más eficaz para prevenir un posible cáncer devorador, que termine por invertir las leyes económicas y genere gastos antes que utilidades.
Desaprovechar las bondades de ese sistema, pensado específicamente para identificar puntos débiles y limitar los riesgos de las entidades, significa echar a rodar la empresa por un abismo, sin reparar en los daños que se le imprimen a esta y a su colectivo, y fundamentalmente al pueblo, que siente en carne propia el adelgazamiento del PIB.
Allí donde reina el descontrol se vicia el aire y fluye una energía negativa que impide cumplir con el encargo estatal, esa encomienda que se arroja al latón cuando se descuidan los procesos de fiscalización y contrapartida.
La XII Comprobación Nacional al Control Interno, que se realizó en todo el país del primero de noviembre al 12 de diciembre del 2017, dejó por sentado que en muchos centros laborales no se le da la debida importancia a este tema, lo cual queda demostrado en las elevadas cifras que clasifican como daños económicos.
Todo indica que muchos directivos, económicos y trabajadores en general no han comprendido que la empresa es un terreno para sembrar y recoger riquezas y, como tal, hay que abonarla con buenas prácticas y chequeos profilácticos, lo que impedirá que se pierda sin remedio, como el ojo del maniquí.