El magnate que rige Estados Unidos se dice muy ocupado para perder el tiempo leyendo libros, pero dedica mucho esfuerzo para mantener a gusto su pelo. Donald Trump es el hombre que se autodefine en Twitter como un genio, aunque necesite tres televisores en su habitación y un urinario de oro. El multimillonario es, en definitiva, el showman que considera al cambio climático un fraude y vende armas para evitar muertes. Así de contradictorio.
Cuando expresó la idea de construir un muro en la frontera con México, algunos pensaron que se trataba solo de un mal chiste nacido de su egolatría o, en última instancia, de una metáfora que encerraba su deseo de frenar la inmigración hacia el territorio norteño. Sin embargo, su personalidad decía lo contrario.
A estas alturas sabemos de sobra que la descabellada propuesta iba en serio; de hecho, cada vez se acerca más a la realidad: el pasado miércoles los legisladores del partido Republicano presentaron formalmente un proyecto de ley de reforma migratoria que garantiza los recursos para la edificación de la controvertida barrera.
Lo anterior es solo una de las iniciativas recogidas en el instrumento legal, el cual deberá ser votado en la Cámara de Representantes y en el Senado, donde —para bien— tendrá un camino más difícil, pues precisará de la aprobación de al menos nueve demócratas.
Con alusiones a la cuestión de la seguridad, el documento propone aumentar el número de agentes migratorios y oficiales de la Patrulla Fronteriza, limitar la capacidad de los inmigrantes legales de llevar familiares, poner término al sorteo de visas permanentes, y coartar las denominadas “ciudades santuarios” (aquellas que no cooperan con las autoridades en la esfera).
Tales proyecciones no tomaron a nadie por sorpresa, más bien dan continuidad a una serie de acciones desplegadas por Trump en la materia para cumplir con una de sus consignas de campaña. Desde su investidura como el 45 presidente de la nación federal el 20 de enero del 2017, el mandatario se ha esmerado en reafirmar su rechazo a lo extranjero. Y esto, olvidando que su esposa es de origen esloveno; olvidando incluso la historia de su tierra, engrandecida por los migrantes —un grupo que en la actualidad representa el 15 % de la población (43 millones).
A un año de su nombramiento oficial los hechos hablan por sí mismos: emisiones de vetos migratorios a países de mayoría musulmana; el fin de la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, un programa de Barack Obama que protegía de la deportación a cerca de 750 mil indocumentados; la admisión de un máximo de 45 mil refugiados este año, la menor cantidad desde 1980; la retirada de su Estado de un pacto en marcha en Naciones Unidas para la gestión humanitaria de movimientos migratorios; y su más reciente giro restrictivo, la decisión de acabar con el Estatus de Protección Temporal, que permitía residir y trabajar de forma legal a alrededor de 200 mil salvadoreños. Todas estas decisiones evidencian su empeño en poner a “América primero”.
Pero el impacto real no se refleja solo en dígitos, aun cuando se trate de 11 millones de personas susceptibles a la deportación. El saldo se expone mejor en apenas una historia: “Es como que me corten las manos”, aseveró a BBC Mundo Edwin Ávila, uno de los salvadoreños que ha hecho su vida en la nación norteña y hoy puede afectarse con las nuevas regulaciones.
A Trump nada de eso le compromete, como tampoco que las remesas enviadas por tales migrantes sean vitales para las economías de sus respectivos países de origen. A fin de cuentas, no le ha preocupado enfrentar el nivel de aprobación más bajo en siete décadas, ni se ha detenido a pensar en que desde hace un lustro los cruces ilegales a través de la frontera sur hayan disminuido casi en un 50 por ciento. En este, como en muchos otros ámbitos, el autonombrado genio prefiere levantar muros a tender puentes.