Por: Ivania Williamas y Susana Besteiro, estudiantes de Periodismo
Cuando conversamos con Rafael de Águila, destacado narrador cubano, merecedor del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en agosto de 2017, no encontramos a un galardonado escritor, encontramos a un hombre. Un hombre sencillo, autóctono, aparentemente salido de cualquiera de sus cuentos. Nos sorprende un amigo que, rebosante de sabiduría, entabla una charla coloquial de la que es imposible escapar sin haber aprendido algo.
Eres graduado en dos carreras, Matemáticas y Derecho, ¿qué fue lo que te hizo comenzar con la literatura?
La Literatura, el oficio de escritor, ese afán que desde las palabras se empeña en urdir historias, en hacer arte con el mismo reducido alfabeto con el que el resto de los humanos cotidianamente se comunica, no se aprende en Universidades. Multitud de narradores, incluso, Premios Nobel, no acudieron a ellas. Tal es el caso, entre otros, por ejemplo, de mi admirado José Saramago, autor que ejerció multitud de oficios. No he ejercido jamás los variopintos oficios de Saramago, electricista o plomero, entre otros muchos, pero como él, si bien cursé estudios en las materias que señalas, no llegué a concluir esos estudios.
La literatura tuvo cierto innegable papel en ello. Precisamente la literatura me llevó a odiar, muy pronto, a la muy fría Matemática, y, más tarde, el afán por escribir, en especial por devorar cuanta literatura fuera posible, esa que dadas las naturales limitaciones de tiempo está vedada a un estudiante –esto es, desde luego, a partir del deber de concentrarse en aquello que estudia– me alejó del Derecho, y definitivamente de los claustros Universitarios. Soy absolutamente autodidacta. Siempre quise ser escritor. Tenía apenas diez años, cursaba el 5to o 6to grado, cuando tras leer Los náufragos del Liguria, esa novela de aventuras de Emilio Salgari, escribí –apenas llegado de la escuela me afanaba en ello todas las tardes– casi un centenar de páginas de lo que soñaba fuera mi primera novela, Los náufragos del Victoria.
Aun hoy recuerdo aquel cuaderno de dura tapa amarilla. Escribir siempre fue un sueño. Ignoro cuál pueda resultar, perdido seguramente entre los vericuetos de la psiquis, el motivo que animó semejante sueño.
El cuento Viento del Neva, con el que obtuviste el Premio Julio Cortázar, posee una forma particular de narrativa, ¿Cómo llegó a esta concepción? ¿Fue planeado, o surgió sobre la marcha?
En Viento del Neva se hilvanan dos historias, una de ellas transcurre desde las páginas mismas de una novela de Dostoievski, El idiota, novela que venero, en el San Petersburgo del siglo XIX; la otra, baladí y muy común, tiene lugar en La Habana de nuestros días. Ambas historias, historias de amor, dicho sea finalmente, se alternan, se comunican, se complementan porque los humanos hemos amado en todos los sitios y todas las épocas, en los libros y fuera de ellos. Esa alternancia y ese hibridar de historias, de tiempos y de espacios, de personajes, no es algo en modo alguno novedoso, muchos escritores han incurrido en tales lances, todo manual de técnicas narrativas puede extenderse sobre mudas temporales, espaciales, de nivel de realidad, de punto de vista, cajas chinas, vasos comunicantes, todo un arsenal que cualquier escritor emplea y conoce.
Un escritor puede concebir cuanto va a escribir, hacerlo previamente, pre/escritura, lo que llamas “planear”, y puede, hecho ese que no deja de asombrar, sentarse meramente frente a la PC, y dejar fluir lo que desde dentro brota, vaya a saberse impulsado por cuales vientos y llegado desde qué internas fuentes. Esa última fue la manera en la que se escribió Viento del Neva. Después, llega siempre el trabajo verdadero, esa labor que es pulir lo escrito, fortalecerlo, desechar aquello que mancha o lastra, adosar detalles que alcen o abrillanten. La primera es la fase intuitiva; la segunda absolutamente racional. En ambas bulle, vaya a saberse en qué por ciento, el oficio.
A pesar de haber obtenido varios galardones, no es una personalidad mediática, ¿elección propia o azares de la vida?
En el mundo de hoy, en Cuba incluso, los escritores, salvo muy escasas excepciones, no son personajes mediáticos. Lo son unos pocos escritores, en el mundo y en Cuba, infortunadamente fallecidos. Algunos otros lo son y, por fortuna, respiran entre nosotros. Oremos para que esos colegas continúen respirando, desde luego. En el mundo de hoy es mucho más fácil ser un personaje mediático siendo reguetonero o futbolista. No escritor. Muchos conocen los nombres, por ejemplo, de Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o William Shakespeare pero jamás de ese trío se han afanado en leer tan solo un mero párrafo. Otros leen, hasta rabiar, literatura light y citan, ojos en blanco, a Paulo Coehlo, a Dan Brown o a la Sra Rowling, sin olvidar toda la cohorte de libros de auto ayuda, novelas del corazón y las ya archiconocidas y manoseadas sombras chinescas de Grey, a lo que añaden vampiros, zombies, templarios y el resto de la manada. Coehlo, Brown o la Rowling son personajes mediáticos. Autores los hay, incluso excelentes escritores, que llegan a ser muy leídos, mediáticos, no pocas veces a partir de elementos extraliterarios que emanan de sus obras, elementos que pueden asomar desde el interés (o el escándalo) a partir del vínculo con ciertas facetas ocultas o censuradas de la historia, el sexo, la política, o cualquier otra actividad humana.
Muy pocos escritores en el mundo de hoy, escritores de literatura, aclaro, de lo que puede tomarse por tal, resultan personajes mediáticos. Y lo mejor es que no lo sean. La misión del escritor es escribir, no ser mediático. Lo mediático es casi siempre moda, y en no pocas ocasiones, urge decirlo, mediocridad. El culto a lo mediático llega desde el culto a las celebridades, culto que se ha entronizado y se entroniza cada vez más en nuestro tiempo, eso que el peruano Mario Vargas Llosa llama “la sociedad del espectáculo”.
Hoy es infinitamente mucho más mediático lo que diga un astro del futbol desde una revista de moda que aquello que sostenga un filósofo desde su obra. Cabría preguntarse, ¿William Shakespeare, Miguel de Cervantes, Dante, Proust, Tolstoi, Flaubert, James Joyce, Thomas Mann… fueron alguna vez personajes mediáticos? ¿Lo son hoy? Un escritor no es los premios que recibe ni lo mediático que resulte. Es, por fortuna, y así debe ser, solo las obras que escribe. Paulo Coehlo es extraordinariamente mediático. J. M. Coetzee no. No necesito señalar del dúo cuál precisamente resulta el escritor.
Varios cuentos del libro Último viaje con Adriana han sido llevados a las tablas, ¿Quedó satisfecho con el resultado?
Algunos de esos cuentos fueron llevados a las tablas por un Grupo de Teatro de una Universidad norteamericana, acá, en La Habana, y en los Estados Unidos. Pude presenciar, invitado por el Director de ese Grupo, una de esas funciones y quedé en extremo asombrado. Ahí, sobre las tablas, estaban mis personajes, los un día urdidos para el papel, se movían, hablaban, lloraban, sufrían, decían las mismas palabras que un día yo les había endilgado frente a una PC. Era asombroso y emocionante. Tres de mis cuentos se han llevado al audiovisual, dos de ellos se han exhibido en la TV, y hasta en Festivales de Cine, y para ser franco, no he dejado de sentir el mismo asombro y la misma emoción. Una vez que un director de teatro o un realizador de cine o de TV se acerca a una obra literaria ejecuta el trasvase hacia otro lenguaje, lenguaje que posee normas y leyes bien diferentes. De alguna manera ese director o realizador es también autor de esa obra. Ese trasvase la hace suya. Cuando como escritor se entiende eso pues se confiere a directores y realizadores total libertad. Entre la obra fuente y el trasvase se establece entonces un diálogo, un diálogo rico y vivificante. Y en cuanto a quedar satisfecho… sí, absolutamente, en todos los casos.
Sabemos de la influencia en su formación como escritor de Julio Cortázar, ¿Cuánto podemos encontrar en sus obras de esta influencia? Y ¿Cómo se siente ahora, que ha recibido un premio con este nombre?
Descubrir, en los años 80 del siglo pasado, los cuentos de Julio Cortázar, me llevó a desear escribir cuentos. Mi primer libro, Premio Pinos Nuevos de 1997, Último viaje con Adriana, debe mucho al argentino. Como debe, igualmente, quizá en menor escala, a Virgilio Piñera, a Franz Kafka, a Ernest Hemingway, a Jorge Luis Borges. Después… por ley natural, uno se aleja de las influencias primigenias, de las iniciáticas, se aleja para buscar otras, para ser impactado por otras, se aleja porque vivir es recibir influencias, así como se alejó uno del primer amor se aleja de las primeras influencias, mas… así como no se olvida la primera novia, o el primer beso, o la primera vez que se hizo el amor, o el primer viaje al extranjero, o la primera ocasión en un quirófano, o el efecto indeseable de la primera excesiva ingestión de alcohol, así tampoco se olvidan las influencias de un día y de vez en vez, agradecido y respetuoso, se regresa a ellas, como agradecidos y respetuosos regresan a casa los hijos pródigos. Por ello recibir ahora el Premio Julio Cortázar tuvo un especial significado para mí.
¿Tiene proyectos inmediatos, o alguno en los que esté trabajando para largo plazo, de los que nos pueda contar?
Vivir. Escribir. Ejercer, como le agradaba citar a Alejo Carpentier, el duro oficio de ser hombre. Yo agregaría el oficio de ser un hombre bueno. Quizá continuar esa novela que duerme, desde hace ya bastante tiempo, entre los misterios de Gigabytes del Disco Duro de mi PC. Quién sabe.
¿Qué les aconsejaría a los jóvenes cubanos que deseen insertarse en el mundo de la producción literaria?
Para insertarse en el mundo de la producción literaria solo es imprescindible… escribir. Leer profunda y denodadamente la mejor literatura, a los mejores autores, estudiarlos, afanarse en poseer ese detector innato de mierda del que hablara Hemingway, desconfiar de las modas, esforzarse por hacer suyos todos los secretos y bellezas del idioma, luchar por delinear un estilo, llevar al morral cuanta cultura y conocimiento sea posible, todo ello servirá, indudablemente. Si me agradaran los consejos pues… de seguro serían esos. Mas… francamente…no me agradan los consejos. Darlos, quiero decir. Especialmente, aunque me fascina ayudar a otros a hacer realidad sus sueños…, no me agrada hacerlo desde consejos. El consejo puede implique cierta altura, cierto vivir en las cimas, y yo, te juro, me siento tan llano y tan morador de valle que jamás me permitiría darlos. Por otro lado… y no me sonrojo al decirlo, de algún que otro joven he recibido consejos que, también te juro, han sido muy bien recibidos.