Daniel Reyes García , estudiante de Periodismo
Ansiosos y entusiasmados nos encontrábamos todos porque se diera la largada. Aguardábamos frente al colosal Capitolio de La Habana, mientras corríamos y ejercitábamos los músculos en busca de un calentamiento previo. Mi novia decía: “Estoy un poquito nerviosa”. Trataba de calmarla. Era la antesala del Marabana 2017.
Al fin sonó el disparo, salimos entre la muchedumbre, que con aplausos y gritos marcaba los primeros momentos de la carrera. Las exclamaciones ¡vamos, vamos, vamos!, eran constantes. El Malecón recibió a los corredores más rápido que otras veces y la señal marcaba el segundo kilómetro del trayecto.
El trote por la pista asfáltica más emblemática de la capital se nos hizo excesivamente largo. El cansancio hizo acto de presencia en nuestros cuerpos no muy acostumbrados a estos gastos de energía. El aliento ahora de pescadores y niños con sus padres nos empujó hasta el punto oasis donde reabastecimos de “combustible”.
Llegamos hasta el retorno de los 10 kilómetros en Malecón y K. Emprendimos la vuelta final para culminar la carrera. Este período fue más llevadero y solo pensábamos en la multitud que nos esperaba en la meta. Subíamos por frente al Hospital Hermanos Ameijeiras cuando vimos pasar a los corredores que lidereaban la maratón: hombres de hierro.
Por fin llegamos a Prado con las últimas fuerzas para enfilar rumbo a la raya final, por donde cruzamos marcando un tiempo relativamente discreto. Felicito a mi novia —hizo un esfuerzo tremendo— y fuimos a recoger las medallas.
Hasta ese momento el Marabana fue encantador. Sostener nuestras preseas fue una odisea. Otros corredores amigos no la pudieron obtener. Se acabaron, dijeron los miembros del staff organizador. Confío en que la situación se enmiende. Vuelvo al reposo, busco aire. Termina la fiesta y una crónica desde adentro.