La reacción de Estados Unidos ante el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 fue de temprana hostilidad. Si bien inicialmente el gobierno presidido por Dwight Eisenhower consideró posible la neutralización de sus fuerzas más radicales, a partir de los lazos de dependencia construidos a lo largo de años. Confiaban en que habría figuras y grupos que, desde dentro mismo, obligarían a confinar al gobierno revolucionario y los “barbudos” dentro de los tradicionales “patrones democráticos” de conducta. Para el nuevo embajador, Philip Bonsal, “Washington era el líder no solo de los activistas directamente responsables de la caída del dictador, sino de muchas de las fuerzas potencialmente dinámicas en la vida cubana.” De manera que, independientemente de la “filosofía de Castro”, tendría que actuar dentro de estos patrones. Los meses siguientes demostraron que habían perdido el control de los asuntos cubanos y que estaban ante un poder que actuaba con absoluta independencia.
La marcha de la Revolución desde sus primeros momentos encontró acciones hostiles, desde la lógica estadounidense, preparadas por Washington en el propio año 1959, y ya a fines de ese año se llegó a una definición programática: un Memorándum de Roy Rubottom, secretario asistente de Estado para Asuntos Interamericanos, al subsecretario de Estado, Dillon, significa la definición de la política hacia Cuba. Este documento de 28 de diciembre tenía como asunto “Programa de acción sobre Cuba” y, entre sus argumentos, señalaba que “aunque nuestra actitud de paciencia y tolerancia en la conducción de nuestras relaciones con Cuba ha ganado aprobación en América Latina y en la prensa de Estados Unidos de modo general, se cree que en el enfrentamiento de estas continuas provocaciones ha llegado el tiempo para que el Gobierno de Estados Unidos asuma una postura más abiertamente crítica” y añadía que la actitud que se había mantenido no podía ser considerada “un signo de debilidad que diera estímulo a los elementos comunistas-nacionalistas en todas partes de América Latina que están tratando de promover programas similares a los de Castro.” Rubottom afirmaba que tales programas podían “socavar el prestigio de Estados Unidos” y exponer a los propietarios norteamericanos a un tratamiento igual al de Cuba. Es de significar que, en diciembre de 1959, todavía no se habían nacionalizado las empresas norteñas, aunque sí se había firmado la Ley de Reforma Agraria que afectaba los grandes latifundios.
A partir de los argumentos señalados, el secretario asistente de Estado proponía un programa de acción a tomar de inmediato que contemplaba medidas diversas de presión diplomática, económica a partir de la cuota azucarera de Cuba en el mercado de Estados Unidos, acciones continentales desde los países latinoamericanos y otras. El 30 de diciembre Dillon aprobó el programa con ligeras modificaciones. Sin duda, el conflicto bilateral se proyectaba de manera más amplia, rebasando la bilateralidad a partir del impacto de la Revolución Cubana en el continente, lo que significaba un debilitamiento de la posición hegemónica norteamericana. Eso resultaba inadmisible para el poder imperial.
El documento citado fue la base para las decisiones de 1960. El 16 de marzo se presentó el “Programa de acción encubierta contra el régimen de Castro”, preparado por el Grupo 5412, que planteaba como objetivo:
(…) provocar la sustitución del régimen de Castro por uno más consagrado a los verdaderos intereses del pueblo cubano y más aceptable para Estados Unidos, de manera tal que se evite cualquier apariencia de intervención norteamericana. Esencialmente, el método para alcanzar este fin será el de inducir apoyo y, en la medida posible, dirigir la acción dentro y fuera de Cuba, por grupos selectos de cubanos (…).
Como puede observarse, se trataba de subvertir el poder revolucionario evitando que se identificara a Estados Unidos con ello, aunque fuera quien dirigiera las acciones. Los procedimientos eran: crear una oposición cubana unificada y responsable, ofensiva propagandística con emisora radial, creación de una organización encubierta de inteligencia y acción dentro de Cuba ─ya en ejecución─, la preparación ‒ya iniciada‒ para desarrollar una fuerza paramilitar fuera de Cuba y el apoyo logístico a operaciones militares encubiertas. No obstante, las decisiones mayores estaban por tomarse.
El 17 de marzo fue un día de múltiples reuniones para tratar la política con Cuba. El CSN se reunió a las 10 a.m., y allí se discutieron las actividades comunistas en Cuba, la Reforma Agraria, la necesidad de alterar las cuotas azucareras y planes de contingencia; a las 11 a.m. hubo reunión en la Casa Blanca para analizar la actitud a seguir por Bonsal; el Secretario de Estado envió un Memorándum a Eisenhower acerca de la posible acción de la OEA sobre Cuba y la labor realizada por la CIA y la USIA para preparar el apoyo de América Latina a la acción de Estados Unidos en la OEA y, a las 2:30 p.m., en conferencia con el Presidente, lo que significaba el más alto nivel de decisión, el secretario de Estado en funciones Christian Herter informó el programa de acción encubierta ─que contenía el lema que debía usar la oposición: “Restaurar la Revolución” traicionada por Castro─ el que fue aprobado por Eisenhower con la condición de que había que jurar que él no había oído nada de esto. Era la política de “negativa plausible”.
Puede verse, por tanto, en estos documentos y en las decisiones que se adoptaron, como los Estados Unidos, desde los inicios de la Revolución Cubana, comenzó una política de hostilidad que abarcaba diversos campos de acción. Sin duda, era continuidad de un conflicto histórico que adquiría nuevos matices y proyecciones ante la existencia de una revolución que reivindicaba el ejercicio de la soberanía.