Ojos de piedra fija

Ojos de piedra fija

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Al Che le debía esta crónica y un tatuaje que nunca escribí en mi hombro izquierdo. Me nació en un pulóver, lo vi crecer en Fusil contra fusil y se me hizo gigante en su diario en Bolivia. Allí, en la página 324, el 30 de agosto, le encendí una vela a su sacrificio.

Me he desvelado con unos cuantos libros del Che y sobre el Che. Le dije “el mío” en Evocación, cuando entró en puntillas de pies al cuarto de Aleida y se le coló en su cama. Lo sufrí derrotado en el Congo y frustrado en Praga. Lo entendí cuando lloró al escuchar su carta de despedida, y admiré el simbolismo de su último abrazo a Fidel.

Su mirada, el 9 de octubre de 1967 en la Higuera, me descolgó el alma. Sentado, sucio, flaco, amarrado y con las abarcas que le hiciese el Ñato para cubrir sus pies. Su mirada, supongo, dibujaba el lamento. No de la derrota, sino de haber gastado su último proyectil en el combate de la Quebrada del Yuro.

Fueron apenas 22 horas desde su captura hasta la ráfaga que reventó su dorso en el piso de tierra de la escuelita de la Higuera. Tuvo tiempo el Che para escupir a sus interrogadores, corregirle a la maestra Julia Cortés una falta de ortografía en su pizarra, y casi convencer al joven oficial Eduardo Huerta para que lo ayudara a escapar. También, para ponerse de pie y recibir a la muerte como los hombres.

Su asesinato resucitó demasiadas ironías: sus ojos abiertos; la idea de esconder su cuerpo y luego su imagen rozar el infinito; la Higuera convertida en santuario y el Che en San Ernesto; su libreta verde con un poema de Guillén transcrito a mano y un verso desgarrador: “El Aconcagua. Bestia solemne y frígida. Cabeza blanca y ojos de piedra fija”.

Hasta el día de hoy mis contraseñas empiezan con Fuser, uno de sus apodos juveniles; guardo en mi billetera como señal divina su imagen grabada en la esquina de una radiografía que me hicieron por una fractura del piramidal. Y por si fuera poco, en mi primera “consulta”, los santos, además de un viaje, dijeron que un héroe me resguardaba.

Hoy sigo empeñado con seguir su ejemplo, y en garantía dejé el propósito de morir en el intento, consciente de que la osadía de seguirle es mejor vestirla de secreto que gritarla a viva voz en una consigna.

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