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El último combate

La Quebrada del Yuro huele a uniformes del Ejército boliviano. Es la una y cuarto de la tarde del ocho de octubre de 1967. El Comandante Gary Prado ordena rodear la zona. Está al frente de dos compañías rangers, de 145 hombres cada una, y un escuadrón de 37. Sabe que están allí. No tiene la menor idea de cuántos son, pero conoce la voluntad de quien los lidera.

En el interior de la Quebrada hay 17 guerrilleros: ocho bolivianos, siete cubanos, dos peruanos y un cubano-argentino. Este último es el jefe. Sus subordinados lo nombran Fernando. El mundo lo conoce como el Che Guevara.

Llevan 11 meses internados en la selva. Han luchado por una causa justa, pero sorda para el pueblo. Son los últimos soldados del Ejército de Liberación Nacional de Bolivia y este será el último combate.

El Che ha perdido unas cuantas libras. Anda con las abarcas que le hizo el Ñato después del deceso de sus botas. Su barba, despeinada como siempre. Su optimismo, sublime como nunca. Ordena ocupar las posiciones y establece el punto de reencuentro. Aún cree en la victoria.

Las armas comienzan a soplar las primeras notas. En un extremo están Inti, Darío y Benigno. En el otro Urbano, Pombo y Ñato. Él se atrinchera en el centro con el resto de los guerrilleros. Hay tres enfermos graves. Ordena a Pablo retirarse con ellos y cubre a pecho erguido la salida.

Un disparo alcanza el ojo de Aniceto. Es el primero en caer. Junto al Che están el Chino y Willy. A unos metros se encuentran Arturo, Antonio y Pacho. Se siente una explosión cerca de estos últimos. Una granada les ha hecho blanco. El único sobreviviente es Pacho y ha quedado en el suelo gravemente herido.

El cerco del ejército boliviano minimiza el diámetro de acción. El Che aún está dentro. El calor de las balas lo sofoca. No encuentra blanco estable. Dispara en círculo. Una ráfaga lo despeina. Sigue con vida, pero su pierna ha recibido el impacto de un proyectil.

Willy corre hasta su jefe. Está herido, pero sigue combatiendo. Una loma parece ser la salida perfecta. Ambos se dirigen hacia ella. La elección es pésima. Al otro lado de la elevación, tres soldados bolivianos se preparan para instalar un mortero. El choque es inminente.

En la búsqueda de la cima, un disparo daña la carabina M-1 del Che. Se asusta. Otra vez ha estado muy cerca. Agarra su pistola y esta escupe silencio. No tiene magazine. Una voz lo paraliza ¡Deténganse!

El encontronazo es desfavorable. Los han sorprendido. No hay nada que hacer. Un soldado se acerca al Che y le asesta un culatazo en el pecho. Le apunta a la cabeza. Sobran motivos para matarlo. Parece que ha llegado la hora definitiva, pero no es tan fácil. Willy se interpone y grita: ¡Carajo, este es el Comandante Guevara y lo van a respetar! Aún con dudas baja el fusil. Prefiere despojarse de responsabilidades y le informa a su jefe.

Gary Prado llega al lugar de los hechos. Levanta la mano izquierda del prisionero y comprueba la cicatriz. El uniforme del Che está sucio. Lleva una boina negra, una chamarra azul con capucha y el pecho casi desnudo. Prado ordena atarle las manos y los pies. Mira su reloj. Son las tres y media de la tarde. El combate ha finalizado.

El Che es trasladado hasta la escuelita de La Higuera, una de sus dos aulas será su selda provisional. El piso es de tierra, las paredes de adove y el techo de paja. Cerca de él arrojan los cuerpos de dos guerrilleros muertos. El dolor de su pierna cada vez es más fuerte. Varios oficiales pasan a interrogarlo. El Che no habla. Un oficial le hala la barba con ira. El Che lo escupe.

El nueve de octubre llega un mensaje cifrado desde Washington. El texto es una orden. Hay que eliminar al prisionero. Un soldado se brinda para hacerlo. Le ordenan dispararle bajo el cuello para simular su muerte en combate.  Él narraría después: “Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ¿Usted ha venido a matarme? Me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder”.

“Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre! Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga”.

Cuando miró su reloj eran la una y diez de la tarde. Había matado a un hombre y sin saberlo participaba en el nacimiento de un mito. El Che comenzaba su marcha hacia la inmortalidad.

 

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