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Trumpadas a la ONU

Causa estupor que en su primera intervención  ante la Asamblea General de la Organización de  las Naciones Unidas (ONU), el pasado martes,  Donald Trump se pronunciara desenfrenadamente  contra los fundamentos mismos de la máxima  organización internacional.

Y no es para menos si  consideramos que ese señor ya no es tan solo un  acaudalado magnate, sino además el presidente de  la nación más poderosa y agresiva de la historia.  Desde sus primeras letras, la Carta de la  ONU establece los propósitos para los cuales fue  fundado ese organismo y sus reglas fundamentales.

En el Artículo 1, por ejemplo, se afirma que  nace para servir como centro que armonice los  esfuerzos de las naciones por alcanzar los propósitos  comunes de mantener la paz y la seguridad  internacionales; fomentar relaciones de amistad  basadas en el respeto a la igualdad de derechos y  la libre determinación de los pueblos, y la cooperación  internacional en diversas materias.

Y en el Artículo 2 se proclama que para la  realización de estos propósitos, la organización  y sus miembros procederán de acuerdo con los  principios de la igualdad soberana de todos sus  miembros y el arreglo de sus controversias internacionales  por medios pacíficos, absteniéndose  de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza.

Durante su discurso Trump afirmó que “Estados  Unidos está listo, dispuesto y capaz” para  “destruir totalmente” a la República Popular  Democrática de Corea, aunque tras la amenaza  dijo esperar que no fuera necesario ejecutar esa  acción. Puede presumirse que agregó esto último  para disminuir la alarma que la brutal intimidación  causó en el auditorio, o esperanzado en imponer,  con tales métodos, sus condicionamientos  en el diferendo con la nación asiática.

Vale señalar que en la opinión pública mundial  prima el criterio de que el conflicto en torno a la  península coreana únicamente puede tener una solución  política, no solo por ser lo justo, sino porque  el empleo del recurso militar, además de afectar a  esa región, pudiera derivar en una conflagración de  mayor alcance y daños para la humanidad.

Respecto al bloqueo económico, comercial y financiero  impuesto por Estados Unidos contra Cuba  desde hace más de medio siglo con el fin de destruir  a la Revolución, el mandatario estadounidense regresó  a la postura de anteriores Gobiernos de exigir  “reformas sustanciales”, con total desconocimiento  a las soberanas facultades del país caribeño.

Es bueno recordar que EE.UU. ha demandado,  en diferentes momentos de la historia con  Cuba, romper relaciones con la antigua Unión  Soviética, cesar su ayuda a los movimientos de  liberación nacional o retirar de África las tropas  internacionalistas cubanas, anhelos que han  fracasado frente a la firme resistencia del pueblo  cubano.

Hoy el imperio exige a la Mayor de las Antillas  que aplique en su territorio los conceptos sobre  derechos humanos y democracia elaborados  en Washington. Nos preguntamos: ¿con qué moral  puede Estados Unidos dar lecciones a Cuba  en esos temas, cuando en materia de derechos  humanos aquel país se ha adherido a muchos  menos tratados internacionales que la isla? ¿Con  qué moral, cuando en la superpotencia puede ser  elegido presidente el candidato que obtuvo la  más baja cifra de votos populares, como sucedió  con el actual mandatario Donald Trump?

El venidero 1º de noviembre la Asamblea General  de la ONU votará el proyecto de resolución  de Cuba contra el bloqueo estadounidense, aprobado  allí ininterrumpidamente desde el año 1992,  y que en el 2016 contó con el respaldo de todos los  países del planeta, excepto la abstención de los  Estados Unidos y el voto de Israel en contra.

Su aprobación será, ahora más que nunca,  expresión del rechazo de la comunidad internacional  a las pretensiones imperiales de dinamitar,  desde su base, a la ONU, sobre todo al tomar  en cuenta las alusiones de Trump al principio de  la soberanía, término reiterado por él una veintena  de veces, y sobre el que llegó a afirmar: “En  asuntos exteriores, estamos renovando este principio  fundacional de soberanía”.

Dadas las circunstancias, no puede descartarse  que el alcance de esa pretendida “renovación”  encubra, incluso, el propósito de reescribir desde  Washington la Carta de las Naciones Unidas.

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