Llegó la noticia y con esta una pregunta ineludible: ¿cuántas metas quedarían inconclusas para el doctor Alberto Fernando Hernández Cañero al dejar la vida a los 97 años? Hace solo nueve meses me dijo con mucha seguridad que para él no acababan nunca. Y miro esas fotos donde se veía aún vital, con su sonrisa, la caballerosidad digna de los hombres de su tiempo y los deseos contagiosos de trabajar: tuvo la suerte de mantener la lucidez y voluntad para atender a cuanto paciente llegaba a su oficina, y hasta para establecerse horarios, que cumplía rigurosamente.
Ejerció como médico durante 71 años; 31 de ellos se desempeñó como director del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular; otros 12, hasta su fallecimiento el martes 5 de septiembre, ocupó un cargo creado especialmente para él: director fundador: “El anterior ya era una responsabilidad muy grande para mí”.
La edad no le puso límites a su vida útil; de ahí su merecido título de Héroe del Trabajo de la República de Cuba, que le fuera otorgado a finales del pasado año. Como dijera José Ramón Machado Ventura, Segundo Secretario del Comité Central del Partido al colocar la medalla dorada sobre su pecho: “Es el científico, el revolucionario, el humanista que se ha ganado el reconocimiento de todo un pueblo por sus méritos”.
No solía ser muy filósofo, según sus propias palabras; fue comunista desde joven, lo que lo llevó a participar en cuanta actividad política pudo hasta el triunfo de la Revolución. El hombre que nació en Güines hizo sus primeros estudios en San Cristóbal y a los 12 años vino a estudiar a La Habana, se constituiría en ejemplo para sus contemporáneos y para los médicos, sobre todo los cardiólogos, que fueron llegando a lo largo de su carrera. Hernández Cañero sentía orgullo por su instituto, “porque tuvo un rápido desarrollo y aceleradamente se introdujeron y promovieron las tecnologías diagnósticas y terapéuticas más avanzadas, de manera que pronto se convirtió en un Centro Cardioquirúrgico de un alto nivel científico comparable a los de los países desarrollados”.
Aferrado a su vocación de médico y para seguir eternamente “en sus faenas”, pidió que sus cenizas fueran sembradas en el jardín del instituto; allí estará para el recuerdo de todos. Haber llegado a los 97 años trabajando fue como él mismo dijo: una bondad que tuvo la naturaleza consigo “y he podido llegar a este punto sin nada de qué arrepentirme”.