El país afgano, la primera víctima de la lucha contra “Al Qaeda, el terrorismo internacional y el eje del mal”, lanzada en el año 2001 por el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, tras los atentados del 11 de septiembre, se ha convertido en un pantano para los objetivos belicistas e injerencistas norteamericanos.
En ese lodazal se hundieron los planes y las tropas invasoras norteamericanas desplegadas tanto por Bush como por su sucesor, Barak Obama, y en el que la estrategia de guerra anunciada por Donald Trump, probablemente navegará también en ese rumbo.
Medios de prensa nacional e internacionales dieron amplia cobertura a la belicista alocución del mandatario en la base militar de Fort Myer, Virginia, durante la cual develó el “novedoso” enfoque estratégico de Estados Unidos para Afganistán y Asia del Sur, que, según advirtió, supone un cambio dramático en el curso de esta guerra, iniciada hace 16 años y hasta el presente la más larga en la historia de su país.
El actual inquilino de la Casa Blanca da continuidad así a un cruento conflicto que involucrará a otros 4 mil soldados norteamericanos adicionales, que se sumarán a los cerca de 8 mil que ya actúan en ese escenario, expuestos a riesgos de muerte, y cuyo número real de bajas Washington ha mantenido siempre en un discreto silencio.
En la determinación de Trump han prevalecido los consejos de sus asesores militares, nutrido grupo de halcones que conforman un selecto grupo de oficiales nombrado por el en puestos claves de su Gobierno y que ejercen dentro del Gabinete una gran influencia.
Al respecto, Mariano Aguirre, analista de política internacional y autor del libro Salto al Vació, sobre la presidencia del republicano, estima que “por su personalidad e instinto político”, Trump se ha rodeado de exoficiales de las fuerzas armadas, y ha dado amplia libertad a los militares en operaciones en Oriente Medio»,
Esta decisión establece un giro respecto a la posición mantenida durante su campaña electoral, en el año 2013, antes de ser presidente de Estados Unidos, en la cual defendía la salida de las tropas de su país de Afganistán, por las bajas norteamericanas que se producían y el derroche de miles de millones de dólares del contribuyente norteamericano.
Cambios de opiniones que son frecuentes y característicos en su errática política interna y externa y en su personal gestión de Gobierno, objeto de crecientes críticas ciudadanas y de su propio partido.
El éxito de la nueva estrategia anunciada es aún más dudoso por la incapacidad de Estados Unidos de salir victorioso en este conflicto convertido en otro síndrome de fracaso norteamericano, al igual que el generado por la aplastante derrota militar sufrida en Vietnam en 1975.
Ni Washington, ni sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) han podido contener la insurgencia talibán, un factor predominante en esta nación, fraccionada en diversas comarcas donde imperan los señores de la guerra tribales, entre los cuales ocupa un lugar preferente el general opio, utilizado para la adquisición de armamentos en la lucha interna por el poder a nivel central.
Tras la invasión de las tropas norteamericanas la producción de opio se cuadruplicó y expandió por toda la geografía afgana. En la actualidad supera las 8 mil 500 toneladas anuales, convertida en un vasto e incontrolable tráfico de heroína, generador de ganancias calculadas en billones de dólares.
Dieciséis años después en Afganistán prevalecen el caos, la anarquía, la ingobernabilidad, la extrema violencia los atentados terroristas, la destrucción de la infraestructura económica y la extrema pobreza de su población, que el nuevo enfoque de la guerra anunciado por el presidente estadounidense, pretende ignorar.
La respuesta talibán a tal pronunciamiento no se ha hecho esperar.
En un comunicado a los medios de prensa, su portavoz, Zabihullah Mujahid, ha declarado: Si los Estados Unidos no retiran sus fuerzas de Afganistán, no está lejos el día en que se convertirá en el cementerio del siglo XXI del imperio norteamericano.