Miriam y Manolo, con 80 y 81 años respectivamente, no precisan esforzar la memoria para evocar al hermano amado que aquel 30 de junio de 1957 dejó de estar físicamente junto a ellos.
Salvador Pascual Salcedo caló tan adentro, entre el sentimiento patrio y el filial, que se torna presencia constante en la vida de estos dos santiagueros.
“Era muy jovial, jaranero, si llegaba y había una conversación seria ahí mismo acababa, soltaba un chiste e imponía la risa, fue siempre el más alegre de la familia; igual era muy elegante: alto, rubio, de ojos verdes, unas cuantas muchachas suspiraban por él”.
Así lo recuerda Miriam, quien creció junto a Salvador en la casa de Trinidad 352, justo frente a La Placita, el parque de la ciudad de Santiago de Cuba en el que jóvenes como Frank, Josué, Otto, Pepito, Tony, Floro, y también el segundo de los cuatro Pascual Salcedo, se reunían para fraguar planes contra el régimen dictatorial de Fulgencio Batista.
El hogar del matrimonio conformado por Joaquín, emigrado español, y Eduviges, una hermosa santiaguera, más la abuela Josefa y la tía Pilar, fue siempre sitio de debate político, con críticas a la pésima gestión de los gobiernos títeres de Machado y Batista, apego a las ideas de Eduardo Chibás, y a la libertad real reclamada a voz en cuello.
Tal vez por eso y por más, Salvador creció apegado a la necesidad de hacer lo que fuera necesario por cambiar aquel estado de cosas en la Cuba de aquellos años.
“Después del ataque al Moncada ya no hubo quien lo contuviera”, evoca Manolo, quien acota que por esos días de julio de 1953 sul hermano estaba ingresado en La Colonia española por un proceso de neumonía, “en cuanto salió se le veía en un ir y venir constante”.
Si bien la clandestinidad imponía una compartimentación de tareas que impedía conocer detalles precisos de la actividad de cada revolucionario, Miriam y Manolo, involucrados igualmente en misiones de apoyo a la lucha contra el tirano, sabían que Salvador era uno de los miembros de la cédula del M-26-7 liderada por José (Pepito) Tey.
“Un día entro apurada a la parte de atrás de la casa, explica Miriam, y veo que un muchacho, que había llegado un rato antes, le pasa un arma a mi hermano y este la esconde, me quedé tranquilita, no dije nada, pero definitivamente comprobé que con él la cosa iba en grande”.
Tanto fue así que cercano a noviembre de 1956 Salvador acudió a la madre, ducha en costura para hombres, para que ayudara en la confección de uniformes verde olivo, para luego partir rumbo al central Rio Cauto en busca de los fondos que los empleados de las oficinas y los obreros del ingenio aportaban a la causa clandestina.
“Estaba cumpliendo esa tarea cuando el alzamiento armado del 30 de Noviembre, dice Miriam, allá vivían unos tíos y ellos nos contaron que cuando se supo la noticia, incluida la muerte de Tony, Otto y Pepito, Salvador denotó conocer todos los detalles del hecho, mencionaba incluso los posibles lugares donde habían caído sus compañeros.
“Eso demuestra que estaba enrolado hasta la médula en el proceso revolucionario y desafió el miedo que se cernía sobre la ciudad para hacer lo que fuera preciso por su patria, como aquel domingo 30 de junio.
“Habíamos almorzado y conversábamos en la sala cuando Salvador dice que cruzaría a La Placita, la abuela no quería, el ambiente estaba muy malo, ya se sabía del mitin organizado por los manferreristas en el parque Céspedes, pero él dijo que se sentaría en el banco de frente a la casa, donde lo podíamos ver; allí estuvo como hasta las tres de la tarde pero minutos después de esa hora, cuando lo buscamos con la vista, había desaparecido.
“Por un rato pensamos que estaba en la casa de su novia, pero como a las siete de la noche la desesperación fue total, ya se escuchaban los rumores de que en la intercepción de Martí y Crombet los esbirros habían asesinado a tres jóvenes que estaban dentro de un auto de alquiler.
“Luego conocimos los detalles: que estaban reunidos en una casa, escuchando por radio el mitin de los manferreristas, para —a la señal de la explosión de un artefacto colocado cerca de la tribuna donde discursban los esbirros — salir, tomar un auto de alquiler, e ir por las calles disparando al aire en demostración pública de que aquella supuesta tranquilidad que preconizaban era pura mentira.
“Hubo un fallo, jamás detonó la bomba, Salvador, Josué y Floro tenían que haberse disgregado cada cual por su lado, pero no fue así, salieron, se llevaron el carro de un porteador privado que de inmediato los denunció, y comenzó la persecución que acabó en las calles Martí y Crombet”.
Miriam intenta seguir y las palabras le salen entrecortadas, Manolo —el mismo que tiempo después de la muerte del hermano partió rumbo a la Sierra Maestra para sumarse a las tropas del Segundo Frente, en columna 17 Abel Santamaría— es quien termina de narrar.
“Fui el primero en llegar al cementerio, a ese lugar habían llevado a Salvador y a Floro, quienes murieron de inmediato, masacrados a tiros dentro del propio vehículo, a Josué no, él resultó herido en el enfrentamiento y rematado luego en el jeep en que la policía lo trasladó al hospital del Emergencias.
“Cuando entré al cubículo de las autopsias, el cadáver de Salvador estaba tirado en el piso, el de Floro encima de una mesa, después de los trámites de rigor lo llevamos a la funeraria La Popular, donde también velaron a Josué”.
El sepelio de aquellos jóvenes fue expresión de duelo popular, con la bandera cubana cubriendo sus féretros y el dolor convertido en fragua para impulsar la lucha armada.
A 60 años de aquel suceso del 30 de junio de 1957 la impronta de esos tres jóvenes sigue siendo lumbre de presente y futuro.