Hassan Pérez Casabona⃰
El viernes 16 de junio Donald Trump mostró su verdadero rostro sobre el tema de las relaciones con Cuba. Si bien a lo largo de la campaña, y a través de diferentes twitters una vez instalado en el Despacho Oval, brindó señales de hacia dónde podría inclinarse fue en el podio del teatro Manuel Artimes de Miami donde sacó a relucir sus entrañas sobre el tema.
Esa tarde echó por la borda cualquier “beneficio de la duda” que muchos le otorgaron, al tiempo que reveló su incapacidad para comprender las esencias de un asunto sobre el que existe cada vez mayor consenso, a nivel global, acerca de la pertinencia de los pasos dados desde el 17 de diciembre del 2014, entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos.
Trump, sin pudor alguno, se explayó contra el gobierno cubano. Estuvo flanqueado por lo más retrógrado de los sectores anticubanos asentados en el sur de la Florida, una parte de ellos connotados terroristas vinculados a la CIA y a otras entidades de inteligencia, y por políticos que representan las mezquindades de esos grupúsculos cada vez más desprestigiados, como el senador Marco Rubio y el congresista Mario Díaz-Balart.
La reversión de la Directiva Presidencial adoptada por Barack Obama el 14 de octubre del 2016 y algunas de las decisiones ejecutivas impulsadas por este desentonó con los reclamos de la inmensa mayoría de la población cubanoamericana y estadounidense, quienes aprecian las medidas adoptadas por su predecesor como el sendero más efectivo y beneficioso para ambas naciones, en pos de un convivencia respetuosa.
En un mundo signado por el uso constante de datos y estadísticas para los más diversos fines, Trump ignoró olímpicamente hechos concretos que beneficiaron a los dos países.
Con odio en la mirada fustigó el sistema político antillano, intentado establecer una fractura entre los ciudadanos y sus instituciones. El cuadragésimo quinto presidente del poderoso vecino olvidó que desde el triunfo de enero de 1959 no hay fisura entre pueblo y gobierno, porque precisamente el primero es quien hace realidad al segundo, en tanto este se compone de las aspiraciones más genuinas de los habitantes de uno a otro extremo del archipiélago.
Dicha verborrea, por tanto, sirvió apenas para hacer aflorar otra vez la bilis de quienes se quedaron detenidos en el tiempo y no aceptan que los cambios –con sentido opuesto a sus pretensiones anexionistas- marchan con dinámica propia.
Esos energúmenos —quienes quemaron banderas y pidieron que cayera el avión en que viajaba el pequeño Elián González y su padre, rabiosos ante la decisión de las autoridades de que este regresara a su tierra— saben que la aplastante mayoría de las personas, y de la opinión pública, respaldan el acercamiento entre los dos países y abogan por que se intensifiquen esos nexos, acorde a las grandes potencialidades que existen en múltiples esferas.
Trump y dicha fauna comprenden que es imposible tirar al fondo del océano lo alcanzado en más de veinte acuerdos, arreglos y memorandos de entendimiento, especialmente porque cada uno de ellos beneficia a las dos partes y no son una dádiva a Cuba, como en vano presentan determinados medios. Ello implica que los intereses de seguridad nacional de EE.UU. también se fortalecieron mediante tales instrumentos y eso es algo muy complejo de desmontar, sobre todo porque dicha percepción esta clara para muchos sectores, incluyendo ex altos oficiales y expertos en la materia.
Numerosas evidencias apuntan a que el presidente Trump retribuyó en Miami los favores de figuras como Marcos Rubio y Díaz- Balart. El primero con un papel activo dentro del Comité de Inteligencia del Senado en el examen del escándalo por el despido del ex director del FBI James Comey (a partir de la reticencia del mismo a abandonar la investigación por las supuestas relaciones de Rusia con la campaña de Trump), mientras el segundo adquirió protagonismo con su voto para desbancar el Obamacare, uno de los tantos frentes donde el multimillonario neoyorquino pretende borrar cualquier vestigio del legado de su antecesor.
Solo por esta tenebrosa relación (en la que colocó como pieza de intercambio lo que se reconstruyó con una contraparte con la cual no existieron relaciones diplomáticas durante casi 55 años) el presidente haría “méritos” para ser sometido a un proceso de enjuiciamiento. Dicho desempeño es inadmisible en un jefe de estado, el cual no puede comprometer aspiraciones de su pueblo, por el cabildeo en función de votos en el andamiaje legislativo u otros beneficios personales.
Ahora bien, resultaríamos ingenuos si creyésemos que el performance de Trump responde exclusivamente a su alianza táctica de las semanas recientes con los personajillos del redil miamense, o al hecho de estar mal asesorado. No es infundado percibir que se trata de algo peor, en dirección proporcional a los métodos, estilo de actuación y naturaleza misma de un hombre que se vanagloria con ser un negociador potente, que obtiene las mejores negociaciones y que se siente envalentonado con la forma en que irrumpió al escenario político.
En realidad Donald Trump, más allá de una u otra medida sobre diversas cuestiones, es una figura totalmente desfasada de este momento histórico. Se trata de alguien que pertenece al pasado y se encuentra lejos de la altura que las circunstancias exigen, en muchísimos temas y por supuesto en lo concerniente a nuestro país. La manera en que se instaló en las inmediaciones del Potomac, producto de reglas vetustas que se remontan a principios del siglo XIX, se erige en sí misma valladar difícil de sobrepasar a la luz de los imaginarios contemporáneos.
¿En política, economía o track and field alguien puede levantar la diestra como vencedor sin superar a su oponente? Daniel Ortega, Lenín Moreno y Enmanuel Macron ganaron porque obtuvieron más votos que sus contrincantes, como los Golden State Warriors (por mucho que uno simpatice con ese jugador fenomenal que es Lebron James) se llevaron el anillo de campeones de la NBA, al anotar más encestes que los Cleveland Cavaliers. Así de simple.
En el caso específico de Cuba para Trump era más fácil pues, sin muchos esfuerzos intelectuales, podía dar continuidad a lo emprendido, cuyos resultados tangibles reciben la aprobación de Seattle a Tampa. Estaba lejos lo acordado de manera previa de rendir los frutos que se esperan (mucho más con la permanencia del bloqueo) pero se transpiraba entusiasmo —hablo con énfasis desde la óptica de las empresas estadounidenses ya que siempre se trata de presentar a Cuba como quien único se agencia dividendos positivos— con la posibilidad abierta a los vuelos directos de aerolíneas norteamericanas o el incremento de las visitas de ciudadanos de ese país, tantos hasta mayo del presente año como a lo largo del 2016. Optó, sin embargo, por la peor variante: la del bravucón que cree se le teme en el barrio.
Ese guión —repetitivo y fracasado— no conduce a ningún sendero con nuestro país, el cual posee el raro privilegio de la firmeza y la ternura. Más de una vez lo señaló el gran poeta Cintio Vitier: “Cuba creó un parlamento desde la trinchera”. Esa voluntad, la de perfeccionar la sociedad sin realizar la más mínima concesión a la soberanía, es algo consustancial a nosotros desde que aprendimos con Martí y Fidel que sin cultura no hay libertad posible.
La capacidad de pensar y razonar —convertidas en armas fundamentales— acrecienta nuestra convicción de que ante pronunciamientos de esa calaña tenemos que cerrar filas para impedir que caiga sobre este suelo el gigante de siete leguas. Es un deber que asumimos también con Nuestra América.
Asimismo —porque un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército— tendemos por enésima ocasión una rama de olivo para propiciar el diálogo y el entendimiento, con la sola condición de actuar en calidad de iguales. Esa vía (a la que apostamos desde el viaje de Fidel a Estado Unidos, entre el 15 y el 27 de abril de 1959, el cual constituyó su segunda salida al exterior luego de la entrada triunfal a La Habana) fue la clave para los éxitos desde las postrimerías del 2014.
El presidente Trump tiene la oportunidad de retomar ese camino y no edificar una torre (la especialidad de la casa en términos constructivos) que retrotraiga el espectro a las épocas funestas en que su país renunció a la mesa de conversaciones. El balón está en sus manos. Veremos si anota una canasta de tres puntos (una buena metáfora si quiere “superar” a Barack Obama, amante y excelente jugador de básquetbol) o si el reloj sobre el tabloncillo decreta que consumió su tiempo y en vez de ir en busca del aro, solo se dedicó a “atrasar” la bola algo que, por cierto, está penalizado en cualquier ámbito.
⃰Profesor Auxiliar del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana.