El nombre podría ser Carla, Susan o Mohamed, cualquiera podría ser uno de los 168 millones de niñas y niños víctimas del trabajo infantil según recientes reportes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La cifra es alarmante y sacude a la opinión pública cada 12 de junio, día que las Naciones Unidas dedica a la lucha contra ese flagelo.
En su convocatoria para conmemorar la jornada de este año, la OIT hizo un llamado especial para poner énfasis en las zonas afectadas por conflictos y catástrofes, pues los niños, especialmente los de menos recursos, figuran entre los más vulnerables en contingencias como esas.
Sin restar importancia a la gravedad de tales contextos, resulta inquietante descubrir que el dato (168 millones) permanece inmóvil desde hace un quinquenio, cuando la misma organización lo presentaba en su informe Medir los progresos en la lucha contra el trabajo infantil. Estimaciones y tendencias mundiales entre 2000 y 2012.
Aunque el documento revelaba progresos —al término del período se registraban casi 78 millones menos de niños en esa situación—, reconocía que “la cuestión fundamental de cara al futuro es saber si estamos avanzando lo suficientemente rápido y dirigiendo la acción hacia donde es más necesaria y eficaz”.
Que hoy se repita la cantidad de menores trabajando por debajo de la edad mínima de admisión al empleo tiene al menos dos interpretaciones: la primera indica que aun con los esfuerzos internacionales no se ha logrado avanzar; la segunda revela una posible desactualización de las estadísticas o falta de información, lo cual podría encubrir un error en el método de investigación o, en la peor de las situaciones, cierta indiferencia por parte de los Gobiernos. En cualquiera de los casos, el propio texto del 2012 reconoce que una “mejor información es esencial para fortalecer las respuestas políticas”.
Como necesidades, el informe identificaba algunas cuestiones que aún constituyen retos. Por un lado, subrayaba la relevancia de reforzar las acciones en cuatro esferas políticas: “legislación y mecanismos de aplicación respecto a la edad mínima y el trabajo prohibido para los niños; educación y adquisición de competencias que sean accesibles, pertinentes y apropiadas; establecimiento de pisos de protección social; y ampliación de las oportunidades de trabajo decente para los jóvenes por encima de la edad mínima de admisión al empleo y para sus padres”.
Igualmente instaba a aplicar un enfoque continuo en África Subsahariana, la región con mayor tasa de incidencia (más de uno de cada cinco niños realiza trabajo infantil); así como en Asia y el Pacífico, quienes exhiben el negativo primer puesto en cuanto a números absolutos.
Entre los sectores más críticos, las tendencias punteaban a la agricultura, la manufactura, los servicios en la economía informal, y el trabajo doméstico.
En ello quizás tuvieron que ver los mecanismos regulatorios propios de cada país, que en muchos casos conceden excepciones y no se aplican a los negocios familiares algunas obligaciones como el respeto a la edad mínima para trabajar. En ese sentido, “el fortalecimiento de la acción nacional en materia de seguimiento y evaluación del impacto de las políticas y las medidas adoptadas”, deviene esencial, como señala el documento.
Ahora bien, todas estas alarmas se difundieron cinco años atrás, y de acuerdo con las cifras, no han variado los resultados. En el 2017 la máxima ha de ser buscar nuevas maneras. Y comenzar por los espacios más vulnerables, como se aboga este lunes en la Conferencia Internacional del Trabajo que tiene lugar en Ginebra, puede ser una alternativa.
En la actualidad, 1,5 billones de personas viven en países golpeados por conflictos y 200 millones más son afectadas por catástrofes naturales, un tercio de las cuales son niñas y niños. Esto implica un fuerte desafío y demuestra la urgencia de concretar pasos que permitan restar nombres a la larga lista del trabajo infantil.