El interés de Estados Unidos por Cuba se expresó desde el nacimiento de esa nación una vez alcanzada la independencia. Thomas Jefferson había sido explícito en ese asunto cuando fue presidente (1801-1809), pero el tema no desapareció en el interés de los gobiernos sucesivos. El propio Jefferson lo planteó a su sucesor, James Madison (1809-1817) cuando le habló de la situación de España y la presencia de Napoleón Bonaparte en la península que podía llevar a una fácil adquisición de las Floridas y, con alguna dificultad, a la de Cuba, lo que para él era la aspiración mayor en ese momento.
En los años iniciales del siglo XIX, comenzaron los primeros acercamientos a la parte cubana con vistas a una posible acción a través de un enviado, el general James Wilkinson, en 1808 y del cónsul y agente confidencial William Shaler en 1810. Se trataba de explorar el camino de la posible anexión de la cercana Isla dentro de la concepción geo estratégica que se estaba conformando, ostensible en 1810 con las consideraciones del gobernador William C. Claiborne al informar sobre la ocupación de la Florida occidental:
(…) En el desarrollo de los acontecimientos no hay nada que desee más que ver la bandera de mi país ondear en el Castillo del Morro. Cuba es la boca real del Mississippi, y la nación que la posea, en un día futuro posiblemente pueda dominar la región occidental. Pero permitan a la Isla ser nuestra y la Unión Americana está situada fuera del alcance de cambio.[1]
Sin embargo, todavía no estaban maduras las condiciones para una acción más directa. A esto se sumó la guerra entre Estados Unidos e Inglaterra en 1812, por lo que el tema cubano quedaba pospuesto.
En la década del veinte del siglo XIX el Gobierno norteño tuvo que prestar mayor atención al continente, puesto que la América hispana culminaba su proceso independentista frente a la metrópoli ibérica y las islas de Cuba y Puerto Rico quedaban como residuos de aquel imperio colonial en esta parte del mundo. En ese contexto se producirían definiciones importantes: en abril de 1823 el secretario de Estado John Quincy Adams enunció lo que ha trascendido como doctrina de la “fruta madura” y en diciembre el presidente James Monroe proclamó la conocida como doctrina Monroe. Se definían políticas hacia América Latina de conjunto y hacia Cuba en lo particular. Vendrían entonces nuevos planes.
Ya en 1822, durante su paso por La Habana, el agente Joel Robert Poinsett había expresado el interés por Cuba y sus motivaciones, pues entendía que la Isla era de gran importancia política para su país y advertía acerca del peligro de que fuese ocupada por una potencia marítima, ya que veía a Cuba como la llave del Golfo y también de la frontera marítima de Estados Unidos en el sur, de ahí que para él satisfactorio que siguiera perteneciendo a España.
En 1825, el secretario de Estado, Henry Clay, instruyó a su ministro en Madrid, Alexander Everett, acerca de la posición que debía sostener ante el gobierno hispano. Según esas Instrucciones, convenía aconsejar a la parte española que debía concluir la guerra en el continente, pero hacía explícito que el interés del Presidente no radicaba en “las nuevas repúblicas”, sino que eso podía tener algún influjo en las miras de Estados Unidos hacia Cuba y Puerto Rico. Por esta razón, decía, “Los Estados Unidos están satisfechos de que las expresadas islas sean de la pertenencia de España, y con sus puertos abiertos a nuestro comercio, como lo están ahora”, por tanto, afirmó claramente que “este gobierno no desea ningún cambio político” en ellas. A continuación, Clay reflexionaba sobre la situación del momento y, respecto a las posibilidades futuras, consideraba que la población de esas islas era incapaz de sostener un gobierno propio, mientras que las repúblicas de Colombia y México no tenían entonces fuerzas marítimas para protegerlas en caso de que “se efectuase su conquista”, al tiempo que afirmaba el temor de Estados Unidos a que estas pasasen “a ser propiedad de una potencia menos amiga”. En su criterio, de todas las potencias europeas, lo adecuado era que “este país prefiera que Cuba y Puerto Rico sean de España y no de otra nación.”. El peligro inmediato era que continuase la guerra entre la metrópoli ibérica y las nuevas repúblicas y que “aquellas islas llegasen a ser el objeto y el teatro de ella”. En esa circunstancia, y teniendo en cuenta que “las riquezas que en ellas existen tienen tal conexión con la prosperidad de los Estados Unidos”, este país, ante las contingencias de una prolongada lucha, se vería ante “deberes y obligaciones cuyo cumplimiento, por penoso que le fuese, no podía eludir.”[2]
Por el documento reseñado, se puede apreciar que, a la altura de 1825, ya se formulaba una especie de amenaza velada a España acerca de estas islas antillanas en relación con el interés norteño para preservarlas de la corriente independentista que recorría el continente. Esto se relaciona con las instrucciones de Henry Clay a los delegados que enviaban al Congreso de Panamá en 1826, en las cuales decía que era “demasiado lo que tienen en juego los Estados Unidos en los destinos de Cuba para que puedan mirar con indiferencia una guerra de invasión que se realice en forma devastadora” o ver durante esa guerra un enfrentamiento de razas, refiriéndose obviamente a la posible rebeldía esclava. En ese caso:
(…) Los sentimientos humanitarios de los Estados Unidos, y el deber en que están de defenderse a sí mismos contra el contagio de una guerra semejante y sus peligrosos ejemplos, los obligarían, aun corriendo el riesgo de perder la amistad de Méjico y Colombia ‒a pesar del gran aprecio en que la tienen‒, a emplear todos los medios necesarios a su seguridad.[3]
No es de extrañar que, en medio de esos intereses sobre Cuba, surgiera la primera idea de comprar la Isla en 1825 aunque no se llegó a plasmar en un plan concreto. En 1836, sí surgió un plan para la compra de la Isla, planteado por el cónsul Trist al presidente Martin Van Buren (1837-1841), en el cual se tomaba en cuenta la situación de crisis que vivía España pues esto podía abrir la posibilidad de hacer una oferta de cuarenta millones a la que calificaba de “pobre reina”. Trist tomaba como referente la operación que se había realizado para la adquisición de la Luisiana treinta años atrás. El plan no llegó a realizarse, pero ya había surgido la idea que no se abandonaría, solo se trataba de esperar por un momento adecuado, cuando pudiera tener posibilidades de realización.
[1] Citado por Herminio Portell Vilá: Historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España. T I, Jesús Montero editor, La Habana, 1938, p. 164
[2] En Ibíd., pp. 251-252.
[3] En Ibíd., p. 181.