Lis Laura tiene 15 años, está embarazada y tiene miedo de lo que suceda. Estrella, su madre, la apoya, pero “la cosa está dura y tengo que trabajar, y ella estudiar, porque sin hacer nada no se puede quedar”. Sabe que ahora no sirve de nada lamentarse por no haberle hablado lo suficiente acerca de las relaciones sexuales desprotegidas y sus consecuencias. Por entonces, “no me alcanzaba el tiempo”, recuerda.
Y es que el embarazo en la adolescencia no ha desaparecido, sino que se afianza como una de esas realidades que insisten en permanecer a no ser que se haga mucho más para revertirla. En Camagüey, por ejemplo, durante el 2016 casi la quinta parte de las captaciones de gestantes pertenecieron a este grupo. La magra disminución del indicador respecto al año anterior (1.78%) no mueve a un optimismo sin reservas.
A los jóvenes se les habla, pero falta más diálogo, y llenar los vacíos que dejan los centros educacionales y la familia mediante una estrategia mejor diseñada.
Sobran los argumentos. Las consecuencias negativas de un embarazo en tan tempranas edades van desde la necesidad de apartarse de la vida que ellas mismas se han diseñado hasta los riesgos de engrosar las listas de indicadores como mortalidad infantil y materna, el bajo peso al nacer y la prematuridad, y las enfermedades asociadas a la maternidad y los abortos.
Camagüey lleva años mostrando buenos resultados en el Programa de Atención Materno Infantil, pero aún queda por hacer. Quizás por eso se establecieron medidas con enfoque multisectorial y se pensó en organizar los grupos básicos de trabajo en las áreas de salud, pues es ahí donde la medicina preventiva y comunitaria es fundamental para orientar la educación sexual y reproductiva y la evaluación del riesgo preconcepcional.
Pero la realidad todavía alerta y convoca a un mayor rigor y exigencia sobre todo a la hora de incluir a la familia y los adolescentes en los programas educativos.
