Hassan Pérez Casabona⃰
Hay seres humanos cuya obra se agiganta con el paso del tiempo. Ese legado que nos entregaron como estandarte de lucha no languidece jamás, precisamente porque brotó desde lo más genuino de las entrañas del pueblo.
El ejemplo que emanó de sus vidas y actuaciones tiene una presencia constante entre nosotros, máxime en momentos cenitales marcados por enormes desafíos.
Nuestra América, signada por la voluntad irrenunciable a lo largo de siglos de alzarse con voz propia, ha sido pródiga en hombres y mujeres de esta estirpe, consagrados en cuerpo y alma a la emancipación continental.
Todos ellos emergieron en instantes sublimes, en los que necesitábamos vertebrar desde nuevas dimensiones nuestra lucha ancestral.
Hugo Rafael Chávez Frías, dotado de una fuerza bolivariana insuperable, captó en toda su hondura el dilema de la patria latinoamericana, en la misma medida en que concibió y ejecutó un proyecto revolucionario enfilado a brindarle toda la felicidad a su pueblo.
Desde ese eje cardinal –los preteridos de siempre como centro de las transformaciones- sentó las bases para llevar adelante la integración regional, sueño de los libertadores que se postergó por el quehacer entreguista de quienes solo miraban hacia Wall Street.
Su brújula se orientó hacia el Sur, con el propósito de eliminar las barreras que separan a las personas por el color de la piel, las creencias religiosas y los recursos monetarios.
“La pobreza –solía invocar a Víctor Hugo- es un cuarto oscuro donde se vive mal, pero más allá de ese cuarto hay otro que está en la penumbra más completa, totalmente a oscuras: es la miseria”.
Comprendió a la perfección que este lado del mundo era el más desigual de la tierra, donde las elites vivían dilapidándolo todo y los desposeídos no escapaban de un calvario cotidiano.
¿Cuál debía ser la fórmula, si se pretendía acabar con ese panorama desolador? Muy simple, dotar a los pobres de educación, salud, empleo, viviendas y, fundamentalmente, de la capacidad de labrar sus destinos.
Dicho de otra manera los excluidos (odiados de forma visceral por los que se consideran superiores) debían ejercer el poder político. Eso sí, un poder construido no a la usanza tradicional, con el viejo estado todopoderoso administrando cada parcela, sino erigido con el pueblo organizado desde sus comunas como cimiento perdurable de la nueva sociedad.
El “Arañero de Sabaneta” como verdadero genio de la transformación revolucionaria, transitó por diferentes etapas, pero en todas actuó con la coherencia consustancial al objetivo cimero de lucha. Desde lo que denominó su “primera vida”, en que el béisbol y los cantos llaneros colmaron su pecho, hasta el instante final tendió puentes para el diálogo y la reconciliación entre los diversos actores, sin que ello implicara retroceder o hacer dejación de los principios a los que se consagró incondicionalmente.
Nunca dejó de aprender, por ello lo mismo se le veía citando a Heidegger que estudiando a profundidad la obra de Lenin, Gramsci, Rosa Luxemburgo, Mao, el Che Guevara y Fidel. La historia, y el conocimiento de tradiciones, gestas y epopeyas, fue el combustible que incendió su pensamiento fecundo permitiendo luego que éste floreciera en los más insospechados ámbitos.
Aún desde su condición de lector furibundo (atributo sin el cual es imposible acceder a las altas cumbres de la esencia humana) las principales lecciones que recibió emergieron con la limpieza del agua del manantial, a partir de sus contactos permanentes con el pueblo.
Daba igual que se encontrara inaugurando una obra en el Táchira, que conversara con los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela o se reuniera con intelectuales en el teatro Teresa Carreño. En todos los casos se nutrió de anécdotas y narraciones que reprocesó después para que ellas formaran parte del imaginario colectivo.
La bondad fue otra de sus grandes fortalezas, la cual aplicó incluso en múltiples ocasiones en que sus propios defensores le pedían con justicia actuar con mano dura. No es que le temblara el brazo para adoptar una decisión –todo lo contrario- sino que estaba imbuido hasta los tuétanos de la confianza en las personas y en la posibilidad de estas de superar los errores.
Esa percepción del comportamiento humano, y de los procesos sociales en general, no fue un regalo divino sino que se formó e incrementó con el tiempo en alguien que desde pequeño amó el piso de tierra en que nació y el contacto con los animales, algo que su abuela le inculcó con naturalidad y orgullo, desde aquel pequeño “ranchito”.
Más tarde, en su amada Academia Militar del Fuerte Tiuna, se instaló la convicción que guiaría en lo adelante cada paso: servir a sus compatriotas desde todas las trincheras. Ello era más importante —y lo asumió sin traumas— que la idea original de imitar a Isaías Látigo Chávez tirando las serpentinas para los Navegantes del Magallanes o cualquier otra novena. [1]
Con el paso de los años, al igual que en innumerables esferas, aquella decisión garantizó que en su patria se educara una “generación dorada” en el campo deportivo que resplandeció en los más exigentes escenarios, incluyendo a nivel olímpico.
Cuando el esgrimista Rubén Limardo se agenció el oro en la espada bajo los cinco aros, en la cita de Londres en el 2012, ratificó desde la perspectiva simbólica la valía de las grandes misiones sociales que el invencible revolucionario colocó para el servicio de su pueblo.
El 4 de febrero de 1992 las noticias en torno a su figura abarrotaron las parrillas de las grandes cadenas. De uno a otro confín de la geografía plantearía no pasó inadvertido su “Por Ahora” premonitorio. De ahí en lo adelante, como torbellino de ideas y realizaciones concretas, su verbo convidó a las multitudes en aras de un alternativa de superación integral.
El 6 de diciembre de 1998 demostró que se podía vencer, dentro del formato electoral, a grandes maquinarias como Acción Democrática y COPEI. Unos meses más tarde, el 2 de febrero de 1999, fue investido como presidente.
Esa jornada hizo patente, sobre una constitución moribunda, que no daría descanso a su brazo y voz (en clara evocación al juramento del más grande latinoamericano en el Monte Sacro) hasta que no se conquistara toda la justicia. Años antes, el 17 de diciembre de 1982, dejó clara dicha voluntad en el Juramento del Samán de Guere. [2]
Hace apenas una horas, como parte de la Cumbre Extraordinaria del ALBA-TCP que se celebra en Caracas para rendirle homenaje, lo señaló el presidente Nicolás Maduro desde lo más adentro de su corazón: “Jamás estuvimos preparado para el golpe de la partida física del eterno comandante Hugo Chávez”.
“No podemos, prosiguió expresando su fiel continuador, recordarlo con llantos sino haciendo realidad todos sus desvelos”.
Para inmensa alegría de quienes creemos que otro mundo mejor es posible Chávez, a cuatro años de su siembra en la inmortalidad, se multiplicó en rostros y escenarios en los parajes más recónditos del universo.
Su impronta es perceptible tanto entre los médicos que salvaron vidas luchando contra le ébola que en las personas que respaldaron a Daniel en Nicaragua y a la Revolución Ciudadana que encabeza el presidente Rafael Correa. Asimismo inspira a quienes, a manera de contracorriente, no se resignan a que los explotadores continúen haciendo de las suyas. Ejemplos aquí y acuyá confirman la permanencia de su huella entre nosotros.
El ALBA, Petrocaribe, la Misión Milagro y otras muchas conquistas no podrán ser arrancadas, pese al envalentonamiento derechista. La lucha sigue y nadie debe ignorar que, asumiendo las más diversas configuraciones, el ejemplo imperecedero del eterno comandante se encuentra en el vórtice de la gran batalla.
Esa certeza no es solo el mejor tributo a su memoria sino la demostración palpable de que el futuro también le pertenece.
⃰Profesor Auxiliar del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana.
[1] Sobre el dolor que sintió ante la muerte del destacado lanzador zurdo dijo: “El Látigo Chávez se mata en un accidente de aviación, el 16 de marzo de 1969. (…) Recibí un golpe fulminante, como si me hubiera llegado la muerte. Yo iba a cumplir 15 años y ese fin brutal del Látigo Chávez fue para mí un drama absoluto, me tocó el fondo del alma. Me hundí; no fui a clases ni el lunes ni el martes”. Con respecto al momento en que se produjo la transformación en su personalidad, para dedicarse a otros asuntos contó: “Sí, ya no quería, digamos, llegar a la meta de ser el nuevo Látigo Chávez e ir a las Grandes Ligas; ahora quería ser soldado. Eso me creó como un remordimiento. Tenía por dentro un nudo, una deuda que se vino formando de la promesa aquella, de la oración que yo le había hecho al Látigo. La estaba olvidando. Me sentía mal por eso. Hasta que un día salí de la Academia con mi uniforme azul y me fui caminando solo hasta el viejo Cementerio General del Sur, en Caracas. Había leído que allí estaba enterrado el Látigo Chávez. Ubiqué su tumba. Recé y pedí perdón. Me puse a hablar con la sepultura, con el espíritu que rodeaba todo aquello. Le expliqué que renunciaba a seguir sus pasos. Le dije: ´Perdón, Isaías, ya no voy a seguir ese camino. Ahora voy a ser soldado´ Cuando salí del cementerio estaba liberado”. Hugo Chávez: Mi primera vida, Conversaciones con Ignacio Ramonet, Editorial José Martí, La Habana, 2014, pp., 214 y 265.
[2] Recordando la jornada en que comprometió totalmente su vida con la causa bolivariana, cuando tenía 28 años de edad, relató: “Sí, parafraseando por supuesto a Bolívar en el aniversario de su muerte, pronunciamos las siguientes palabras: ´Juro por el Dios de mis padres, juro por mi patria, juro por mi honor que no daré tranquilidad a mi alma ni descanso a mi brazo hasta no ver rotas las cadenas que oprimen a mi pueblo por voluntad de los poderosos. Elección popular, tierras y hombres libres, horror a las oligarquías´. Y exactamente ese diciembre de 1982 nace el EBR, el Ejército Bolivariano Revolucionario, que también significaba: Ezequiel Zamora, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. Más tarde lo cambiamos por Movimiento Bolivariano Revolucionario (MBR-200)”. Ibídem, pp. 413-414.