Hablar con María Antonia Figueroa Araújo es hacerlo con una mujer que, como maestra, dedicó parte importante de su vida a fraguar el intelecto y el alma. Profundamente martiana, tuvo bajo su guía a legiones de niños que conocieron por ella la vida y obra del Apóstol.
Estuvo, además, entre la juventud que comprendió la necesidad de derrocar al régimen tiránico impuesto por Fulgencio Batista, del que “todo el pueblo de Cuba estaba en contra por sus crímenes, robos, desfachatez con los extranjeros y maldad para con los cubanos que se le oponían”, afirma.
Muchos recuerdos atesora —el venidero 10 de agosto debe arribar a los 99 años de edad—; los acontecimientos se van perfilando en su mente y nos los narra como si acabaran de suceder.
Sostuvimos una larga, interesante e instructiva entrevista imposible de publicar en su totalidad por problemas de espacio; por esa razón nos decidimos por lo que en relación con el asalto al cuartel Moncada, relató:
“Cuando aquel domingo, 26 de julio de 1953, alguien llegó a mi casa y me dijo que estaban atacando el Moncada, y le parecía que era Eleuterio Pedraza, le contesté: ¡Qué bueno que se maten los dos, porque ambos son asesinos y canallas!”
Poco después, Enrique Rubio Llerena le contó que en la imprenta existente frente a su casa había seis jóvenes vestidos de militares que le dijeron haber estado con Fidel Castro en el ataque, y que era necesario ayudarlos.
Se lo comentó a su mamá, Cayita Araújo –Leocadia Araújo Pérez–, quien de inmediato expresó: “Hay que movilizarse enseguida y salvar a esos muchachos”, pues al día siguiente abría el establecimiento y de mantenerse allí podrían correr peligro.
Rápidamente María Antonia llamó a su hermano Max, quien no tardó en llegar en el auto con su esposa. Impuesto de la situación, él cogió el teléfono, llamó a dos o tres amigos y aseguró: “Ya tengo donde meterlos”. Salió, recogió a cinco excepto a uno que anualmente acudía a los carnavales y acostumbraba a quedarse en aquel lugar, por lo cual no corría riesgos, y empezó a repartirlos acompañado por Tina —Tina Estela Lora—, su esposa, y Nilda Ferrer, una hermana de crianza que por ser joven podía pasar como novia de uno de ellos. “Todos se salvaron, y dos o tres meses después mi hermano, su mujer y Nilda los llevaron hasta sus respectivos hogares”, apunta María Antonia.
Mientras Max los conducía a refugios seguros, ella buscaba el modo de salvar a otros. Se fue al hospital, donde uno le manifestó que habían ido a atacar el Moncada, ante lo cual le ofreció: “Cuenten conmigo”, y a la pregunta de quién era ella, respondió: “Una cubana que ama a Cuba y quiere salir de esta situación”; él la abrazó y le habló de la presencia de dos mujeres entre los atacantes.
“Las encontré y las llevé a un cuarto, y tanto a la enferma allí recluida como a los trabajadores, a quienes conocía, les pedí que las cuidaran. Yeyé decía que no quería estar ahí, sino en el cuartel porque no veía a Abel, su hermano, ni a Boris, su novio; cuando comenzaron a llevárselos, me pidieron no cuidarlas más porque querían correr la misma suerte que sus compañeros, y se entregaron.
“Al saber que habían asesinado a Boris y a Abel, Haydée decía no querer vivir, sino que la mataran a ella también. Yo la alentaba: ‘¿Y cómo van a luchar después, hija?, hay que vivir para salir de esto. Si todos vamos a pensar que nos maten, ¿quién va a tumbar a Batista?’. Entonces, Melba manifestó: ‘Es verdad, ella tiene razón, ¡vamos a vivir!”
Entre los guardias que se las llevaban había uno a quien María Antonia conocía; se lo comentó y él le afirmó haber sido alumno de su mamá, a lo cual ella ripostó: “Si tú fuiste alumno de Cayita, piensa en ella y cuídalas —se refería a Melba y Haydée— como si fueran tus ojos”. Él se lo prometió y, efectivamente, las cuidó hasta que las entregó con vida en el vivac.
Memorable encuentro con Fidel
“Yo conocía al alcaide del vivac, un muchacho aristócrata. Como si no hubiera estado en Santiago, le pregunté qué había pasado, a lo cual respondió: ‘¿Tú no te enteraste del tiroteo que hubo en el cuartel? Aquí están los presos’. ¿Quiénes son?, indagué. ‘Yo no los conozco, ¿por qué?’, le respondí: Porque me han dicho que hay uno alto que se llama…, no me acuerdo, chico. El dijo: ‘Fidel Castro, ¿tú lo quieres ver?’. Le contesté afirmativamente y entré.
“Vi a Fidel, y ¡qué impresión me causó!, porque yo lo había visto allí, pero no sabía quién era el jefe ni cómo se llamaba. El alcaide me animó: ‘Anda, habla con él si quieres. Ustedes las mujeres son muy curiosas; él nada más que vino a matarnos’. ¿A ti también te vino a matar?, inquirí, y me dijo: ‘No, tú sabes que yo estoy aquí de casualidad, por el sueldo nada más. Anda, ve’.
“Me acerqué y le pregunté: ¿Fidel Castro? Me contestó que sí, y le dije: Míreme bien; lo hizo y quiso saber por qué. Porque esta persona que usted no conoce llegará un día en que estaremos juntos luchando de verdad por Cuba. A usted no lo van a matar, lo van a coger preso, y a los que lo acompañaron; ya ellos saciaron su sed de sangre con los primeros asesinatos.
“Se quedó callado e insistí: Míreme bien, para que me reconozca. Tras hacerlo, apuntó: ‘Creo que puedo confiar’. Solo eso y me viró la espalda. Al preguntarle si no íbamos a hablar, contestó: ‘No, ahora no’. En ese momento le vi algo que me hizo asegurar: Este sí es un jefe, y va a ser tremendo jefazo si no lo matan antes.
“Ese fue el Moncada para mí; una labor muy pobre, porque no era del grupo, no conocía, no sabía quién era quién, pero por lo menos a ellas dos se las entregué a un exalumno de mi madre, y se salvaron.
“Pasado un tiempo, Frank País García, vecino mío y alumno de mi hermano Max en la Universidad de Oriente, me abordó: ‘Oye, tú eres de mi grupo, de nosotros, que contamos siempre contigo’. Le aclaré: Sí, hasta que ellos regresen. ‘¿Tú crees que van a regresar?’, me preguntó, y le respondí: Sí, tú verás, y todos nosotros vamos a unirnos a ellos, y entonces sí que Batista temblará. Y así mismo fue”.
Después de amnistiados los moncadistas, el 18 de junio de 1956 María Antonia y Cayita se encontraban en la casa de Melba Hernández en el momento en que se presentó Fidel, quien enseguida la reconoció.
“Al preguntarle si se acordaba de mí, se tocó la frente y aseguró: ‘No te borré de aquí. Me ofreciste lucha y la de tus amigos de Santiago’. Le garanticé que estos estaban organizadísimos esperándolo. Se rió y comenzamos a conversar.
“Me explicó que su idea era irse a México para organizar allí un grupo de expedicionarios, y enfatizó: ‘Lucharemos hasta vencer o morir, pero lucharemos, te lo prometo. Ahora, como te he conocido ya, en aquellas circunstancias, veo tu firmeza y te voy a ofrecer algo: Desde este momento tú vas a crear el comité de lucha provincial’. Le hablé de Frank País y del grupo que tenía organizado; me preguntó si nos podíamos unir a ellos, y ante mi respuesta afirmativa, dijo: ‘Perfecto, tú serás la tesorera, recauda dinero y envíamelo o llévamelo a México, para armar a la gente. Ahora, tú no me conoces nada más que así, y yo te juro por mi honor que seremos libres o mártires, pero volveremos’, tras lo cual me abrazó”.