El verde envuelve. Paredes verdes, ropa verde… Es como una oda al cuarto color del espectro solar.
Jamás había estado en una unidad quirúrgica. Si digo que no estoy asustado, miento.
Soy el primero en llegar a la sala de pre ─ operatorio. El saludo cordial de la seño (enfermera) me tranquiliza un poco. “Acuéstese”, dice amablemente y me comenta que es fundadora del hospital Doctor Gustavo Aldereguía Lima, inaugurado en la ciudad de Cienfuegos en marzo de 1979 por el Comandante en Jefe Fidel Castro.
Pasados unos minutos viene con un suero y una aguja que me parece inmensa. “Acerque la mano izquierda”, afirma y coloca una liga para que las venas se muestren y poder pinchar una. “Vas a sentir una picadita y un leve ardor, pero nada serio”, dice con tono de consuelo. Poco después mide la presión arterial. Por la expresión de su rostro me percato que está en los rangos adecuados. Toca esperar. Mientras, trato de pensar en cosas agradables como me aconsejaron, pero nada de nada, el verde está delante de mis ojos, como señal inequívoca de dónde estoy y que hago aquí.
Después de una hora, más o menos, llega una joven médico, ataviada con una “talla”, así le llaman a la ropa que usan en el salón de operaciones (no sé por qué), color violeta. Algo distinto. “Yo le daré la anestesia… ¿cómo se siente?”. Le respondo que bien. Unos instantes después se acerca el cirujano: “¿Qué tal…, está listo?”, me pregunta sonriente. “Dentro de poco comenzaremos”, afirma.
El salón es pequeño. Tiene una mesa al medio, dos lámparas en lo alto, armarios y otros equipos. Me acuesto y ponen una especie de presilla en uno de mis dedos de la mano derecha. “Es para el monitor”, explica una enfermera, y comienza un tic, tic, tic… espaciado, que solo había escuchado en las películas.
La joven doctora comienza las maniobras para dar la anestesia a través del líquido cefalorraquídeo. Lo logra con no poco esfuerzo, al parecer por la estrechez entre las vertebras de mi columna. Los pies comienzan a entumecerse y en unos minutos no los siento. El cirujano comienza a operar. Siento el sonido de los instrumentos quirúrgicos. En mi cabecera, una seño conversa conmigo y me pregunta con frecuencia cómo me siento. Los médicos que operan conversan entre ellos; los escucho. Transcurren unos 40 ─ 50 minutos. “Ya terminamos”, afirma el cirujano principal.
Me pasan a una camilla y voy de nuevo a la misma sala donde estuve. “¿Cómo se siente?”, indaga la enfermera. Bien, le respondo. “Debe estar tranquilo…, ante cualquier síntoma, me llama”. No siento las piernas. Me preocupo, pero no le digo nada. Poco a poco retorna la movilidad de los dedos y ¡por fin!, pasada una hora o algo más, puedo doblar las rodillas.
¿Cómo está?, me pregunta una y otra vez. Lo hace con todos los que estamos en la sala. Es la franca expresión de la amabilidad, de la preocupación que tanta seguridad aporta.
“¡Arriba que se va para casita!”, dice la seño con cariño y me ayuda a incorporarme. Me sacan de la unidad quirúrgica en una camilla. Solo atino a decirle unas palabras de gratitud a la enfermera, quien me pasa su mano por la frente y me desea una pronta recuperación. Siento en sus palabras la expresión cariñosa de todos los que me han atendido.
Nota: Transcurridos unos días conocí a través de Internet (https://www.operarme.es/) que en Europa una cirugía similar cuesta mil 989 Euros. En “mi hospital” solo dejé el agradecimiento.