La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida, por esas palabras martianas y por esos quehaceres cotidianos de un héroe de carne y hueso, no podemos, no podremos hablar en pasado del Comandante Almeida.
Siempre que se piense y se diga del Moncada, de la prisión fecunda, del Granma, de la Sierra, de la Revolución, de la fidelidad, y la bravura, de la poesía y el amor, habrá que mencionar su nombre.
Juan Almeida Bosque, albañil devenido guerrero, ¡y qué guerrero! Delgado y bajo de estatura física, gigante de hechos, parco y recto, humano y sensible, exigente y ejemplo.
Santiago de Cuba lo recuerda siempre, y de modo hondo y sentido en este febrero en el que hubiera cumplido 90 años.
Y es que hay tanto que agradecerle: las horas de desvelos pensando en cómo mejorar la vida de sus coterráneos, la inmensa preocupación por la historia y sus protagonistas, por preservar la memoria de la sangre generosa derramada en honor a lo que tanto amó: Cuba.
¿Quién dice que se has ido? Está aquí por siempre, en el “no me olvides Lupita”, en cada “traguito cantinerito”, en “déjala que baile sola” y en cada una de sus otras muchas canciones.
Está en las calles multiplicado en los combatientes que supo conducir desde la asociación que los aglutina, anda en cada sonrisa de mujer y de niño, y está en la más grande obra: la Revolución.
Entonces no se diga más, que siga el combate cotidiano en el que ocupa ahora una nueva trinchera, que no acabe la libertad que nos regaló, que no paren las fábricas, las escuelas, las canciones, que no se detenga la vida a la que le entregó su mejor lección, esa que hemos aprendido con su ejemplo: ¡Aquí no se rinde nadie!