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Washington D.C. La transición de gobierno y el surrealismo del 20 de enero

El presidente de EE.UU., Donald Trump, durante la ceremonia en la que juró el cargo el pasado 20 de enero. Foto: AFP

 

Por Luis René Fernández Tabío y Hassan Pérez Casabona*

Hace algunos años Eduardo Galeano expresó una frase que captó con extraordinaria agudeza la época contemporánea. El afamado escritor uruguayo acertó al decir que el mundo estaba patas arriba.  Esa idea –que en modo alguno fue resultado de su imaginación sino brotó a partir de analizar la enorme brecha entre ricos y pobres y las inequidades galopantes a escala global- cobró particular vigencia la jornada del 20 de enero, con las asunción de Donald Trump como el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos.

Lo ocurrido en la capital estadounidense el viernes 20 tuvo en realidad tintes surrealistas.  De un lado, se validó la manera sui géneris en que el empresario neoyorquino se impuso en las elecciones del martes 8 de noviembre del 2016.  Del otro, el discurso del nuevo inquilino de la Casa Blanca durante la denominada ceremonia de “inauguración” presidencial fue otro ejemplo inequívoco de las profundas e insalvables divisiones y contradicciones que perviven dentro del sistema político de aquella nación.

En honor a la verdad el magnate inmobiliario, que contendió como representante del Partido Republicano en la recta final, no era visto por la inmensa mayoría de los especialistas ni siquiera para superar al resto de los enrolados por su propia agrupación en la justa electoral.  Casi nadie creía que Trump obtendría la nominación por el Grand Old Party, primero, y luego desbancaría, dentro de las controvertidas reglas de juego asociadas al Colegio Electoral, a Hillary Clinton, quien emergía a todas luces como favorita de los principales sectores, incluyendo la élite política – financiera y los grandes medios de opinión.

En ningún caso el triunfo del acaudalado hombre de negocios fue un acto de magia, sino la confirmación, entre múltiples factores, del desencanto de buena parte de sus conciudadanos con el proyecto de país construido sobre todo en los últimos 8 años por el primer afrodescendiente en la presidencia de esa nación, y de las heridas insondables para los sucesores de los padres fundadores –portadores de las ideas conservadoras de los blancos anglosajones–, quienes sintieron retroceder su papel preponderante tradicional y responsabilizaron de ello a las administraciones demócratas y las influencias liberales.

Hemos analizado antes varias de las causas conducentes al desenlace de ese martes de noviembre, que catapultó por primera vez a la más alta responsabilidad de su país a un neófito en el desempeño de responsabilidades públicas, por demás el más veterano en la historia estadounidense en  ejercer la función presidencial, luego de que cumpliera 70 años en junio del 2016.

Vale la pena recordar la campaña heterodoxa, llena de entuertos y desaguisados de toda índole, en la que mediante mensajes simplistas y para muchos irrealizables, Trump fue capaz de conectar con sectores ávidos de tomar revancha, por diversas razones, pero sobre todo por lo ocurrido luego de enero del 2009, en que un ciudadano negro–algo sin paralelo en ese país- ocupó el Despacho Oval.

Su propuesta fue una especie de coctel molotov que actuó como un mazazo sobre hombres y mujeres (algo que se ignoró al centrarse los medios en sus marcadas posiciones racistas y misóginas), que demandaban un cambio, una especie de regreso a la década de 1950, aunque no supieran a ciencia cierta sus resultados.

Es como si el espíritu iconoclasta de Marlon Brando, Elvis Presley o James Dean (íconos cinematográficos de una rebeldía por la que claman más allá de las pantallas) se apoderara al unísono de buena parte de los más conservadores y reaccionarios, dentro de la reducida proporción de los participantes en los comicios, aún sin reparar en que el filme inherente a la realidad no tuviera un hapy end como el esperado, tras el mensaje de America First cuya definición está aún pendiente.

Ahora bien, si semanas atrás resultó algo casi de ciencia ficción que el vencedor fuera quien obtuvo prácticamente 3 millones de votos menos que su oponente (solo la imaginación exuberante de Julio Verne en el pasado, o de un Michael Moore y Steven Spielberg en el presente, se habrían atrevido a vaticinar tal anomalía) no lo fue menos que en su toma de posesión, Trump afirmara ante los participantes en la ceremonia y las cámaras de la televisión, que con él llegaban al gobierno el pueblo estadounidense, para subrayar un populismo de derecha y su rechazo a las élites políticas y económicas de ese país, de las cuales en su actuación ante las cámaras pretendió distanciarse.

Manifestaciones anti-Trump en Washington DC. Foto: Tomada de Google

 

¿Cómo puede entenderse ello si conformó el gabinete más acaudalado de la historia, repleto de multimillonarios cuyas fortunas se levantan precisamente en detrimento de las grandes mayorías del pueblo que dice representar?  Hasta donde sabemos –y en la era de Internet es poco probable que algo quede con velo-  Trump no nominó como secretarios a ninguno de los homeless del Bronx (de los que pernoctan muy cerca de su Tower de lujo en Manhattan), ni a profesores de Chicago, ni a campesinos de Iowa, ni a estudiantes de Boston.  Se rodeó, por el contrario, de una cúpula de financieros, empresarios y ex militares, que encarnan un segmento de lo más selecto entre la oligarquía financiera de esa nación.

En sus palabras –con menos de veinte minutos de duración- ratificó su nacionalismo de derecha, marcado por un matiz populista y reaccionario, que al parecer será una tónica en ascenso de su labor presidencial.  Solo así es posible comprender que prometa la creación de 25 millones de empleos en los próximos diez años (si George W. Bush afirmó que hablaba con Dios, Trump asegura que generará una mayor cantidad de puestos laborales que cualquier figura divina, algo así como multiplicar puestos de trabajos cual panes y peces), o que certifique el retorno de plantas que marcharon al exterior, para devolverle el status de antaño a los compatriotas vinculados a esas industrias.

Dichas aseveraciones tienen asociadas múltiples errores. Trump, ni ninguno de sus seguidores, está al margen de las dinámicas globales impuestas por el capitalismo monopolista transnacional, (con independencia de su mirada proteccionista y xenófoba), ni de las políticas de otros importantes agentes como China.

Las fábricas estadounidenses no viajaron fuera de sus fronteras para ayudar a los obreros mexicanos, o chinos, sino que arribaron a esos mercados porque por medio de los encadenamientos productivos y de servicios mundiales se incrementaban sus ganancias, haciendo más jugosas las operaciones que cuando las factorías se extendieron por Michigan, Pittsburg o Wisconsin.  Fue el pragmatismo capitalista (que supone apreciar dividendos económicos en cada maniobra) el que inclinó a sus predecesores a actuar de esa manera, no el sentimiento de cumplir con la ayuda oficial al desarrollo preconizada por la ONU, ni nada por el estilo.

En política exterior, como en tantos otros asuntos, el también experto en reality shows y la industria del entrenamiento es también un crucigrama complejo de resolver.  No sin motivos las palabras más pronunciadas en los principales centros de pensamiento en todo el orbe, relacionadas con él, son “alto grado de incertidumbre”.

Sin embargo, después de lo ocurrido no debe subestimarse la capacidad de Trump de cambiar la política estadounidense e introducir alguna de sus ideas, más allá  de lo inverosímil de algunas de sus promesas y el deseo expreso de barrer el legado de la administración Obama.

Los resultados finales no dependerán solamente de él, pero debe recordarse que incluso pequeños cambios en una dirección u otra, — por el carácter de súper potencia de Estados Unidos— tendrán impactos significativos para la economía y la política mundial, de lo cual no se excluye a ningún país.

En todo ello está el desafío adicional de desentrañar las líneas de pensamiento nada menos que rastreando sus tuits, con los cuales seguramente proporcionó innumerables dolores de cabeza a la burocracia del Departamento de Estado, empeñada en que la “diplomacia de los 140 caracteres” no sea la brújula sobre la que descanse la proyección internacional de la principal potencia económica y militar del planeta.

Trump, ni ninguno de sus seguidores, está al margen de las dinámicas globales impuestas por el capitalismo monopolista transnacional. Foto: Tomada de Google

 

Lo cierto es que, si en la voz de Ernest Hemingway el París de los años veinte de la centuria anterior era una fiesta, por la confluencia en sus museos y cafés de muchas de las más notorias figuras del arte y la literatura, el Distrito de Columbia de este viernes simuló un campo de batalla, fundamentalmente en el plano simbólico

En una parte de la ciudad se legitimó el ascenso presidencial de una figura que recibió la reprobación en las urnas de la mayoría de los ciudadanos, paradoja de la democracia estadounidense.  En la otra, teniendo como telón de fondo carteles de McDonald’s y otras compañías, personas de todos los colores y procedencias se lanzaron a las calles para decir que ese no era su presidente.

Ambos paisajes, al final, entroncan con lo onírico y la realidad, en la misma medida que confirman la premonición del autor de Las venas abiertas de América Latina: el mundo está al revés.  Veremos hacia qué línea se inclina quien acaba de desfilar por la Avenida de Pensilvania.  Mientras tanto, con justicia, contemplemos el cuadro surrealista (que habría hecho languidecer al genio de Salvador Dalí) que nos entregó la legendaria urbe junto al Potomac.

Fernández Tabío es Doctor en Ciencias Económicas y Profesor Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana, mientras que Pérez Casabona es Licenciado en Historia, Especialista en Seguridad y Defensa Nacional y Profesor Auxiliar de la propia institución. 

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