Siempre supimos que su obra y ejemplo eran más grandes que cualquier geografía. Ese sentimiento se apoderó de los cubanos, prácticamente desde el instante fundacional. Aquel en el que proclamó con energía, derechazo al mentón de la dictadura batistiana, que el autor intelectual del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes era José Martí.
En realidad toda su vida fue una inacabable batalla por erradicar atropellos, ignominias y desigualdades que segregaban a los seres humanos. Lo entregó todo a una causa que concibió a escala universal. Cada músculo de su anatomía se consagró sin descanso a pelear por los de abajo, donde quiera que ellos estuvieran.
La pasión con que concibió un futuro sin expoliados, tomando la paz como bandera, es un canto a no detenernos jamás. Su fe en las personas, sencillamente no tiene parangón. Ella es una de la claves de la sintonía insuperable que mantuvo con el pueblo, en todos los contextos. Creyó en la fuerza indetenible de las colectividades humanas. Tanto que afirmó, en infinidad de ocasiones, que el talento, incluso el genio, son fenómenos de masas.
Su obra fue, desde la arrancada, semillero para la lucha. Un ideario de esa envergadura no podía germinar en un solo sitio. Por eso “Yo soy Fidel” resuena en los más recónditos parajes, como grito puro del alma que expresa con simbolismo la continuidad de sus batallas.
Los que tomamos la bandera que nos entregó tenemos la enorme responsabilidad de abonar su pensamiento cada jornada. Es una misión que solo puede cumplirse desde ópticas creadoras. Para honrar su memoria, desde la dimensión proteica que ella porta, hay que desterrar en los procedimientos, y en las soluciones a las problemáticas que surjan, cualquier viso de formalismo o posicionamiento común. Con esa filosofía le tributaremos, desde la cotidianidad, el mayor regalo.
No podremos evocar su figura gigante desde caminos trillados y actitudes maniqueas. Traer a Fidel a las peleas futuras, en aras de levantar un mundo mejor, no será jamás mediante declaraciones memorísticas.
Él se consagró a la formación de seres humanos cultos, únicos garantes de la libertad, de la independencia y del socialismo. La Revolución que edificó, he ahí su carácter invencible, tiene como pilares a hombres y mujeres que conscientemente encaramos los más agudos desafíos.
El Comandante en Jefe pervivirá no mediante facilismos a la hora de escrutar el panorama, sino como resultado de la asimilación enriquecedora de su colosal legado. Si ello se convierte en práctica diaria -el mayor anhelo en el empeño de que sus huellas se paseen por campos y ciudades- entonces la solución exitosa de los entuertos estará a nuestro alcance, precisamente porque alguien sin par conducirá la pelea, sin que lo hayamos convertido en dogma o decálogo ceremonial.
Eso sí, para reverenciar a Fidel los revolucionarios del mundo estamos obligados a elevar los conocimientos y, especialmente, nuestra cultura política. Ello implica acrecentar las municiones ideológicas, que toman como pivote la aprehensión sensible de la obra humana, en cada una de sus esferas.
No se trata de representaciones caricaturescas en que las personas canten, pinten, dancen o descuellen en la actividad física, cual autómatas refinados. Lo trascendente para él radicó en beber de lo mejor de la impronta producida por hombres y mujeres de todas las latitudes, como asidero desde el cual emprender victoriosos la enigmática aventura que implica la construcción del socialismo.
Desentrañar con pericia los retos que impone un planeta signado por enormes inequidades, tanto en el plano público como en el subliminal, solo es viable si disponemos de conocimientos y capacidad de razonar. No en balde precisó, reinterpretando la idea martiana, que sin cultura no hay libertad posible.
Fidel es de todos. Del niño que en su pupitre comienza a lidiar con las primeras luces que solo provee la educación; del adolescente secundarista o el estudiante universitario; del joven que sueña con transformar el mundo. Es del campesino que dialoga con la tierra desde la madrugada para extraer de ella los alimentos; del obrero que en talleres y fábricas cincela piezas y construye maquinarias que hagan posible el progreso.
Del científico que pone todo su empeño en vacunas y terapias, que eviten o alivien terribles padecimientos provocados por enfermedades. Es también del deportista que pasa triunfante sobre la meta y de aquel que se queda fuera del podio, pero ganó la presea suprema por el juego limpio, defendiendo su pabellón.
Pertenece al literato, escultor, músico, repentista, decimista, o cultor circense que, desde la obra individual o colectiva, sabe que el “arte no tiene Patria pero los artistas sí”. Ellos comprenden, en esa línea, que los márgenes abiertos para la creación a partir de enero de 1959 son los más amplios que nunca antes fueron siquiera pensados, en cualquier parte del planeta.
De igual manera inspira el desempeño de los militares surgidos desde las entrañas del pueblo; de las mujeres que hacen invencible la epopeya; de los educadores sin los cuales el proyecto emancipatorio no perduraría; de los médicos, enfermeras, estomatólogos y trabajadores de la salud en general, que colman los espacios más inaccesibles del universo salvando vidas y multiplicando esperanzas.
Fidel somos todos aquellos que deseamos un mundo donde no exista discriminación de ninguna clase, y en el que la solidaridad se globalice como valor esencial, sobre el cual edificar las relaciones entre los ciudadanos y estados.
Es una exhortación a no desfallecer en el propósito de que podamos sentarnos en la misma mesa, sin distinción de credos, razas o cualquier otro elemento que horade la condición humana.
Así como el Apóstol señaló que Bolívar tenía mucho que hacer todavía, Fidel no ha concluido sus aportes a la lucha que tiene a Nuestra América en el borde delantero. Su presencia en esos derroteros, por el contrario, alcanzará cotas más elevadas, en la misma medida que su pensamiento se nos revele en toda su vitalidad.
Ese Comandante en Jefe pleno, reflexivo, analítico, persuasivo, comprensivo, robusto, humano es un imperativo para los tiempos futuros. Hasta ahora necesitó a su pueblo, y a los revolucionarios del orbe, en el afán de hacer perdurable sus grandes batallas. Desde el 25 de noviembre del 2016 somos nosotros quienes más requerimos su participación en las nuevas epopeyas.
Es más, sin él no será posible vencer, porque estaríamos renunciando a un acervo nutricio que, junto a lo más puro del pensamiento independentista e integracionista –que tiene en Bolívar y Martí sus figuras cimeras- y la poderosa doctrina que nos entregaron Marx, Engels, Lenin y tantos otros, es la columna vertebral sobre la que levantamos esa arma insuperable que denominamos ideología de la Revolución Cubana.
Fidel, como han dicho los poetas, seguirá cabalgando al frente de su pueblo en las horas cruciales de la Patria. Al igual que sucedió durante décadas, prosigue desbrozando la maleza para que las estrellas salgan cada noche y Cuba continúe avanzando.
Sus discípulos –todo un pueblo- apenas nos hemos despedido de su compañía física. Bajo la conducción de Raúl y el Partido juramos que no abandonaremos nuestros ideales, lo que es igual a reencontrarnos permanentemente con quien demostró que sí se puede triunfar, incluso en las más adversas circunstancias.
⃰El autor es Profesor Auxiliar del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana.