Para no pocos políticos y jefes militares estadounidenses, el 1° de enero de 1959 debió resultar frustrante al confirmar sus temores en relación con el posible triunfo del Ejército Rebelde liderado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
Ni tan siquiera los partes militares enviados por Fulgencio Batista, plagados de falsas informaciones sobre las contundentes derrotas propinadas por su ejército a las fuerzas insurgentes, les tranquilizaban. Por ello, desde fines de noviembre y principios de diciembre de 1958, contrario a la opinión de buscar una solución negociada con la participación de Batista, sustentada por Earl Smith, embajador de Estados Unidos en Cuba, el Departamento de Estado se pronunció por favorecer el acceso al poder de una tercera fuerza que frenara al ejército revolucionario. Así, el país no sería gobernado por ninguno de los máximos jefes de las tropas enfrentadas.
Esa misión fue confiada al empresario William Pawley, estrechamente relacionado con la Agencia Central de Inteligencia (CIA), quien visitó al tirano en La Habana y le presentó un proyecto en el cual se le indicaba que “los oficiales del ejército serían la fuerza principal del gobierno de facto que se crearía”, que “debería entregar el poder a una fuerza política hostil a su régimen, pero favorable a Estados Unidos”, y que “no habría represalias contra los batistianos”.
Se aseguraba, además, que el “gobierno norteamericano abastecería militarmente al nuevo gobierno”, y en el término de 18 meses en Cuba se celebrarían elecciones supervisadas por Estados Unidos.
Ante la negativa de Batista a aceptar el plan, porque consideraba que aún estaba en condiciones de derrotar a su adversario, el 17 de diciembre, el embajador estadounidense le exigió renunciar para que elementos favorables a Estados Unidos asumieran el gobierno e impedir la victoria revolucionaria. En los días finales del mes todo quedó listo para que el tirano huyera y mediante una junta cívico-militar escamotear el ya inminente triunfo de los rebeldes.
Desasosiego en Washington
La incertidumbre en relación con la situación cubana reinaba en las altas esferas políticas de Estados Unidos, ante cuyo Comité de Relaciones del Senado se presentó el subsecretario de Estado, Roy Robottom, a las 10 de la mañana del 31 de diciembre de 1958. El objetivo era interrogarlo sobre qué se hacía en su país en relación con la situación cubana y de la salida de Batista, así como saber si existía el peligro de una infiltración comunista en el movimiento encabezado por Fidel.
Al respecto Robottom les explicó que los embajadores estadounidenses en los países de la Organización de Estados Americanos (OEA), tenían en su poder un documento sobre las actividades comunistas de los rebeldes cubanos, el cual circulaban en busca del apoyo de esos países a una intervención en la Isla, que habían logrado con excepción de México.
Entre otros asuntos, el interrogatorio incluyó el uso dado por Batista al armamento que le había sido entregado; la presunta simpatía de Fidel y Raúl Castro Ruz, y Ernesto Guevara de la Serna, Che, por el comunismo, a lo cual Robottom respondió que no había argumentos suficientes para afirmarlo.
Preocupaciones en el Departamento de Estado
Esa tarde, a las cuatro, en el Departamento de Estado, el subsecretario de Estado en funciones, Christian Verter, se reunió con Roy Rubottom; Gordon Gray, asesor del presidente Eisonhower; el almiranrte Arleigh Burke, del Estado Mayor Conjunto; John Irwin y Robert H, Knigth, del Departamento de Defensa; el general C. P. Cabell y el señor J. C. King, de la CIA, y el contralmirante A. S, Hayward Jr., del Departamento de Marina.
En esa oportunidad Rubottom les resumió lo tratado en horas de la mañana con los miembros del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y mantuvo su criterio en cuanto a la imposibilidad de calificar de comunista al movimiento revolucionado lidereado por Fidel. El almirante Burke señaló que al negarle Estados Unidos la ayuda a Batista estaba entregando el poder a Castro, Robottom respondió que eso no era tan simple, porque Batista había sostenido “una desafortunada conducta con las armas que se le dieron”.
Gordon Gray declaró carecer de claridad en cuanto a la política de su país con respecto a Cuba, y comentó que en la última reunión del Consejo de Seguridad, Eisenhower afirmó que su gobierno se había unido contra Fidel Castro, y quería saber si era así realmente.
El interrogado le explicó cuanto se había hecho para que Batista reconociera que no podía derrotar a Castro, y la necesidad de una ‘tercera fuerza’ para lograrlo, así como los candidatos que se valoraban.
Poco antes de concluir la reunión, llegó a ellos una información en la que el embajador Earl Smith comunicaba la disposición de Batista de abandonar el país, para que el presidente del Senado se hiciera cargo del gobierno y convocara a una junta que gobernaría hasta la celebración de elecciones. Asimismo, preguntaba quiénes, según el Departamento de Estado, debían integrarla, y sobrevino una discusión en torno de si Fidel debía ser miembro de ella, hasta concluir que, debido a su poder, su presencia era imprescindible.
En aquel encuentro se pusieron de manifiesto la confusión, la incertidumbre, el derrotismo y el desaliento que “se apoderaron de los más altos niveles del Gobierno de Estados Unidos (…) debido a la creciente posibilidad de que se frustrara el objetivo (…) de impedir el triunfo del movimiento revolucionario encabezado por Fidel Castro”, escribió Thomas G. Patterson en su libro Contesting Castro. The United Status and the Triumph of the Cuban Revolution.
Con toda seguridad, tales preocupaciones les impidieron disfrutar plenamente el advenimiento del nuevo año, y sus temores se confirmaron cuando, llegada la mañana, supieron que Batista había huido en horas de la madrugada, así como que Fidel Castro había convocado al pueblo, en especial a los trabajadores, a una huelga general revolucionaria para impedir el golpe de Estado y garantizar que la victoria no le fuera escamoteada. Así sucedió: esa vez a Estados Unidos le salió el tiro por la culata.
Fuente consultada:
José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt: Batista, últimos días en el poder, Ediciones Unión, Ciudad de La Habana, 2008.