Al transferirle el batón de mando al irascible Donald Trump, el inventario de asuntos externos candentes abarca las guerras en Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen; las arduas tensiones en las relaciones con Rusia e Irán; y las acciones subversivas y desestabilizadoras contra el Gobierno de Venezuela y de otros pueblos en la región latinoamericana y caribeña.
La causa palestina, a la que en un principio brindó su apoyo condicionado, languidece ahora entre los muchos asuntos de los que se desentendió para beneficio absoluto del Estado sionista de Israel, aunque durante su mandato los vínculos bilaterales con Tel Aviv se erosionaron.
La incapacidad de Estados Unidos de salir victorioso en la guerra contra Afganistán, después de quince años de iniciada por el entonces presidente George W. Bush, convirtió este conflicto en otro síndrome de fracaso norteamericano, al igual que el de Vietnam.
El inquilino de la Casa Bajo no solo incumplió la promesa del retiro total de las tropas norteamericanas, sino que las incrementó, sin ningún resultado, dado que los talibanes y los señores de la guerra afganos mantienen sus poderes en el caotizado país, la primera victima de la denominada lucha contra el terrorismo internacional, tras el atentado del 11 de septiembre del 2001.
La invasión y ocupación de Irak en el año 2003, por la coalición liderada por Estados Unidos para derrocar a Saddam Hussein, mediante el falso pretexto de eliminar sus inexistentes armas de destrucción masiva, convirtió a esa nación en un Estado fallido, dividido en facciones confesionales, devastado política, económica y socialmente, y con un trágico saldo de más de un millón de muertos, y un numero superior de heridos y refugiados.
La presencia militar norteamericana permanece aún en Irak, cuyo ejército enfrenta ahora las hordas terroristas del denominado Estado Islámico (EI) de Al Nusra (AN) y Al Qaeda (AQ), Arhar Al Sham (AS), pertrechadas en armas, logística y dinero provenientes de Occidente y sus aliados europeos y árabes.
Devastada en el año 2011 por los bombardeos de la OTAN, instigados y amparados por Washington y la UE, muy a pesar de las cercanas relaciones establecidas por Occidente con el Gobierno del asesinado Muammar El Gaddafi, Libia dejó de ser una país estable, unido en sus diferentes etnias tribales y con un alto nivel de vida de su población, para convertirse en una nación devastada, empobrecido, de extrema violencia y caotizada, sin un gobierno central y fraccionada por grupos extremistas rivales que luchan por el poder en Trípoli y Bengasi y también por el dominio de sus fuentes energéticas.
Hoy el país norafricano es otro campo de operaciones de la aviación y las tropas estadounidenses y de las bandas terroristas, las cuales acaban de ser desalojas de la ciudad de Sirte, pero ocupan otras regiones.
La total liberación de Alepo, y la decisiva derrota propinada a las agrupaciones terroristas por el ejército gubernamental sirio, con el apoyo de la aviación y la artillería rusa, las milicias libanesas de Hezbollah y los combatientes palestinos, no solo resultó un triunfo militar y político que cambió el rumbo de la guerra, sino un rudo golpe a los planes occidentales, de derrocar el Gobierno legítimo del presidente Bashar Al Assad.
En un acto de prestidigitación política y mediante una virulenta campaña mediática de difamación antisiria, EE. UU. y sus socios europeos trataron de presentar las protestas populares de febrero del 2011, como resultado de la llamada “primavera árabe”, estimulando tras bambalinas la invasión mercenaria de cientos de miles de efectivos terroristas, organizados, amparados y fuertemente pertrechadas con armas, logística y financiamiento de esos centros de poder capitalistas y de alguna de sus aliadas monarquías árabes.
Yemen, por su parte, arruinado económicamente y parcialmente destruido por los bombardeos de la aviación y las tropas del ejército de coalición de países del Golfo y monarquías árabes, todos aliados de Washington, es otro peligroso foco de tensión internacional, muy vinculado con la estrategia imperialista norteamericana.
Si en su aval Obama puede exhibir el positivo restablecimiento de las relaciones diplomáticas de EE.UU. con Cuba, en su partida deja intacto el bloqueo económico, financiero y comercial contra la isla, obstáculo fundamental para la normalización de esas relaciones.
En los casos de Rusia e Irán, Washington imposibilitó un clima de distensión y mejoras en las muy tensas relaciones con ambas naciones, debido a su injerencia en los asuntos internos de Moscú y al incremento de sus sanciones económicas y políticas por la cuestión de Ucrania. Contra Teherán amplió las penalidades en represalia a su decidido apoyo a Siria, a pesar de que con esas medidas violaba lo establecido tras el acuerdo nuclear suscrito con el país persa.
Obama dice adiós a sus 8 años como mandatario, pero deja una agenda que, en manos del impredecible Donald Trump, pudiera hacer aún mucho más tenso el mundo que nos ha tocado vivir.