Por Frank Padrón
Si hubiera que designar, con un sustantivo único, la temática reinante en los títulos del Festival, que hasta ayer corrió en cines de la capital y el resto del país, sería: violencia; de género, física, sicológica, social… y ello no es invento de los realizadores sino, apenas, trasunto de una realidad que devora las naciones ubicadas entre el río Bravo y la Patagonia, Caribe incluido.
Repasemos individualmente algunos de esos filmes, al margen de los resultados en el recién concluido certamen.
La región salvaje, coproducción entre México y otros países, lleva a un punto donde el sexo y el amor, el placer y el dolor, pierden sus frágiles barreras; en una solitaria cabaña del bosque, como en los cuentos que coquetean con el terror, aunque presuntamente se dirijan a los niños, un extraño animal puede cambiar la vida de varias personas vinculadas entre sí, una vez que entran en contacto con este. Historia donde se mezclan la doble moral, la homofobia y el machismo, compulsados por el tradicionalismo y la hipocresía, se erige a la vez metáfora de la incomunicación humana.
Si en su novela precursora el también mexicano Carlos Fuentes se refirió a la ciudad azteca como La región más transparente, ahora cambiaría su adjetivo por otro, alusivo a la brutalidad y el abuso algo, por demás, tristemente extensivo a toda América Latina.
En esta cinta el ya vencedor en ediciones anteriores del Festival, Amat Escalante (por su filme Heli) logra una historia sólidamente armada en sus elementos, la caracterización de sus personajes, notablemente incorporados por los actores, y la atmósfera de suspense que mantiene interesado al público desde los momentos iniciales; lástima que trivialice el resultado con la presencia del ser misterioso, quien de por sí pierde tal aura al mostrarlo frontalmente, cuando sugerirlo o al menos escatimarlo hubiera sido lo perfecto.
Pero si en este filme la violencia no llega tan lejos, en La mujer del animal, de Colombia, forma parte de su esencia. Dirigida por el veterano Víctor Gaviria (La vendedora de rosas, Rodrigo D No futuro, Sumas y restas) gira en torno a un hombre, drogadicto y alcohólico, que mantiene aterrorizada a la comunidad rural de Medellín donde vive junto a su familia; allí destina a Amparo, una joven a la que secuestra, maltrata y viola, algo en lo que ella se descubre poco después compartiendo con otra mujer, también madre a la fuerza.
Realismo crudo, excesivo quizá, conforma este filme que, basado en hechos reales ocurridos en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, condena la violencia de género, el caciquismo y la complicidad. Maestro en tratar con actores no profesionales y extraer sus historias de ambientes marginales en su país natal, Gaviria vuelve a atraparnos con un relato que más que incomodar, duele y ayuda a desterrar la indiferencia e indolencia ante crímenes y personas de este tipo. Sin embargo, falla en el delineado y evolución de sus personajes, planos, casi de una sola pieza, maniqueos, desaprovechando la posibilidad de enriquecer más de uno de ellos, no precisamente entre los protagonistas (como la madre del “animal”), a pesar de lo cual el filme no decepciona.
El tempo lento y la misma personalidad calma y serena de Clara —quien centraliza el siguiente filme— pudieran hacer pensar que en Aquarius, de Brasil, la violencia es menor, pero esto es solo un espejismo, pues en la obra de Kleber Mendonça Filho una compañía inmobiliaria la ejerce sutilmente sobre aquella viuda procedente de una familia adinerada en Recife para que venda el único apartamento de tal edificio que hasta ahora no les pertenece; pero la crítica musical jubilada, nada tradicional en sus costumbres, responde a la guerra fría y visceral que emprenden contra ella.
Mediante una narración reposada, incluso convencional aunque nada aburrida, el director emprende no solo una crítica a la falta de escrúpulos de las compañías capitalistas, enfocadas en ganar dinero a costa de lo que sea, sino que invita a una reflexión en torno a la edad, las relaciones humanas, el amor y los hijos, partiendo de las evocaciones y retrospectivas de la protagonista, asumida por una de las grandes damas del cine brasileño, quien a propósito, nos visitó en ocasión del estreno durante el evento: Sonia Braga (Doña Flor y sus dos maridos, El beso de la mujer araña…), espléndida en su otoño existencial y tan inmensa actriz como siempre. Ella misma vale toda la película, convenciéndonos mediante su carisma y la autoridad que confiere a su inderrotable Clara, que también la violencia puede ser combatida y neutralizada, en una poderosa metáfora de lo que ocurre en Brasil ahora mismo.