La trascendencia del acto que la mayoría de nuestro pueblo protagonizó por estos días al estampar su rúbrica como una especie de compromiso mínimo con la memoria del líder de la Revolución cubana, estriba en su amplitud y aplicación práctica en nuestra vida cotidiana.
No escribimos en un libro de condolencias, como algunas personas pudieron pensar por error o de forma mecánica, hicimos una promesa de mejoramiento humano. Ello implica una introspección constante y honda acerca de nuestras más rutinarias y elementales acciones.
A mi hijo de 16 años, por ejemplo, le insistí en que al firmar, juraba —entre otras muchas cualidades y normas de conducta— no mentir jamás. Adolescente al fin me replicó con una pregunta irreverente y cuestionadora: “¿Nunca mentiste tú, papá?”
Tuve que admitir la verdad, la cual casi siempre nos torna individuos imperfectos, que en una coyuntura determinada podemos comportarnos como no deberíamos. Pero lejos de debilitar su simbolismo, eso fortalece todavía más la importancia de este juramento.
El concepto de Revolución nos plantea un paradigma, una aproximación a lo que siempre deberíamos ser, si queremos ayudar a construir una sociedad cubana y global, mejor y más justa. Nadie dijo que resultaría fácil de cumplir ni que es sencillo estar en cada momento a su altura. Pero al menos tenemos que intentarlo con todas nuestras fuerzas y ser conscientes de ello, incluso cuando no lo logramos.
Interpretar este concepto de Fidel en todo su alcance tal vez nos llevará años, aplicarlo probablemente nos ocupe incluso toda nuestra existencia y la de las generaciones subsiguientes de cubanas y cubanos. Porque tampoco es posible traducirlo y apropiárnoslo solo a nuestra conveniencia, de modo fragmentario, para justificar o defender una postura individual.
Este punto lo podemos fundamentar a partir de una de las premisas que con mayor frecuencia citamos: Revolución… es cambiar todo lo que debe ser cambiado. No pensaría Fidel, sin embargo, en un cambio caprichoso, por el antojo o interpretación personal de lo que cada quien considere que le molesta, que no le funciona o no alcanza a cumplir.
El “deber ser” de una transformación, su necesidad, implicaría siempre arribar a un consenso colectivo, social. No es la decisión de un individuo, ni siquiera de un grupo, por más poder o jerarquía que detenten. Llegar a esa convicción sobre la urgencia de un cambio implica debate, participación ciudadana, mecanismos para la concertación de voluntades. Es la concreción del primer apotegma del concepto: sentido del momento histórico.
Lo mismo sucede con la idea de emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos, noción muy lejana de constituir una propuesta de prosperidad egoísta o de solución para una sola parte de la humanidad, por cercana que nos resulte.
Cuando nos llama a desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional, Fidel nos indica, además, cuánto nos queda por avanzar en la superación de problemas no solo externos, ajenos, sino también propios, internos, que como anclas nos dificultan implementar formas más justas y socialistas de organización.
Al no ver una contradicción insalvable en el propósito de luchar con audacia, y a la vez con inteligencia y realismo, el concepto de Revolución resume buena parte de nuestra práctica histórica, bajo el liderazgo de Fidel y Raúl, que deberá continuar con nuevos métodos y formas de una dirección cada vez más colectiva.
La modestia, el desinterés, el altruismo, la solidaridad y el heroísmo que preconizaba —y demostró hasta su última voluntad el Comandante en Jefe— son un verdadero ideal de conducta, no imposible de conseguir, aunque complejo de sostener en el tiempo, en la circunstancia del día al día.
Y así, cada principio en ese concepto que la inmensa mayoría juramos cumplir, requiere unidad entre pensamiento y acción, coherencia entre el discurso y la práctica, consecuencia entre su exigencia hacia los demás y su observancia por cada persona que aspire a ser revolucionaria. No es poca cosa, es cierto. Por eso resultan tan valiosas, como expresión no de una meta, sino de otro punto de partida, esos millones y millones de firmas.