Por Amaury M. Valdivia Fernández
Escribo todavía bajo la impresión que me causó verlo en una pequeña caja de cedro. En la tarde y el comienzo de la noche de este jueves las cenizas del líder cubano Fidel Castro llegó a Camagüey, y yo estuve allí para recibirlo como tantos otros, como mi provincia toda, que bajo la llovizna auspiciosa se regaló el privilegio de acompañarlo.
“¡Mira, míralo que ya viene!”, gritaba una madre a su niño, “vestido” de Comandante y con los ojos llorosos por el hombre que no conocerá en vida y deberá construir desde la fértil inocencia de sus pocos años. Mientras, en mi “atalaya” sobre uno de los muros del Palacio de los Matrimonios, yo intentaba captar la esencia de ese momento, esos pocos segundos en que lo vi sobre el armón que –quisiera creer– también una vez condujo al Che hasta su definitiva trinchera de eternidad.
Para los historiadores quedarán los datos que ahora mismo parecen intrascendentes; el hecho de que llegó a la provincia poco después de las cuatro de la tarde o que en Carlos Manuel de Céspedes y Florida, los primeros municipios que le salieron al encuentro, miles se apostaron a los lados de la carretera desde horas antes para aguardar por esos segundos en que lo tendrían más cerca.
Hubo campesinos que viajaron kilómetros a lomo de caballo o en carretas para caña, atravesando caminos intransitables, para no faltar a la cita con el hombre que les entregó la tierra y la dignidad.
Hasta hoy creía haber calibrado con exactitud el cariño de los cubanos hacia Fidel. Esta noche comprendí cuánto me había equivocado. De demostrármelo se encargaron gentes como yo, camagüeyanos que en muchas ocasiones había visto por la ciudad y nunca me parecieron trascendentes, ocupados como yo en librar sus batallas cotidianas.
Hoy Camagüey no tuvo más razones que él, no tuvo más corazón que el suyo, no tuvo más colores que el verde olivo de su uniforme multiplicado. Hoy, como nunca, todos los camagüeyanos somos Fidel.