En una larga fila que parece no tener fin, aguardo, desde temprano en la mañana, la posibilidad de entrar al Memorial para rendirle tributo al Comandante en Jefe. Miro la Plaza donde tantas veces se reunieron multitudes para escucharlo. No me conformo ante el hecho de no volver a sentir su voz, que estremecía ese inmenso escenario de nuestra historia revolucionaria.
El silencio domina el ambiente. Rostros serios, recogimiento. La fila se pone en marcha. La primera imagen, antes de entrar al salón, es la de las flores depositadas por el pueblo: La solemnidad sobrecoge, las lágrimas pugnan por brotar, pero su homenaje no puede ser de tristeza sino de mantenerlo vivo dentro de nosotros y con nuestras acciones, aunque el momento no deja de ser duro y difícil.
Las emociones, junto con los recuerdos de toda una vida, con Fidel presente, surcan mi mente en rápida sucesión. Es como si mi padre se hubiese muerto otra vez, pero de manera diferente. Es como si me trasladara en el tiempo a la muerte de Martí en Dos Ríos y experimentara el mismo sentimiento de los patriotas cubanos cuando vieron caer al puntal de la Revolución. Pero también es distinto, porque Fidel no dejó que fuera una pérdida irreparable, porque no dejó morir a Martí, porque fiel a sus doctrinas, se propuso y logró asaltar el futuro. Y convirtió a este archipiélago, hasta entonces casi inadvertido en el mapa, en un gigante moral ante el mundo.
Evoco el primer recuerdo de Fidel, que inundó mi mirada infantil: Era muy pequeña cuando desde el regazo de mi madre, lo vi en un noticiero televisivo descender los escalones del Presidio Modelo junto con los moncadistas liberados por una amnistía arrancada a la tiranía por el pueblo. Y sentí a mi alrededor una alegría contenida que entonces no alcancé a entender y que experimenté después, contagiada por la inmensidad del júbilo colectivo, el Primero de Enero. Como dijo el poeta, a su llegada a La Habana fui de los niños que lo miramos pasar aguerrido, y pensamos, crecidos por la admiración, que veíamos a un rey mago rejuvenecido, y con cinco días de anticipación.
Crecí viendo a Fidel, llamándolo sencillamente, como lo nombraba el pueblo, con esas cinco letras que tanto significado adquirieron para todos. Sentí con orgullo cómo mi patria se erguía con él, y de espectadora me sumé como un protagonista más a los millones de los que, bajo su liderazgo, decidimos poner nuestro granito de arena en ese crecimiento de la nación en el que él nos involucró con sus ideas y su ejemplo.
Él nos hizo sentir valientes ante el peligro, desafiantes frente al enemigo, optimistas frente a las dificultades…
De los pensamientos retorno al memorial. Frente a mí, lo contemplo, mochila a la espalda, guerrillero entonces y guerrillero siempre. Las rosas blancas son martianos galardones, tan merecidos, hermosos y simbólicos como las medallas situadas a ambos lados de su imagen, premios materiales de una existencia que, sin embargo, desborda condecoraciones y no puede encerrarse en biografías ni palabras, porque siempre hay algo más que decir, algo más que contar, algo más que recordar del gigante que se multiplicaba en todas partes, velando por todo y por todos.
Salgo del memorial convencida de que no puedo decirle adiós, no podemos hacerlo, porque nos acompañará siempre.