La Plaza de la Revolución José Martí es mi paisaje diario desde hace 15 años. La profesión periodística ha hecho que cada día, caminando por sus calles y aceras, o descorriendo las cortinas de la oficina, observe la estatua del apóstol, su obelisco, la inmensa explanada, las palmas reales, los rostros de Camilo y Che incrustados en las fachadas de los edificios.
Se trata de un sitio solemne que achica al visitante y al transeúnte. Posee una fuerza simbólica que no puede atraparse en una fotografía, ni en una frase, ni en un cartel. Tampoco cabe en los recuerdos, porque han sido muchas escenas, todas grandes y heroicas: los desfiles por el Primero de Mayo, la campaña de alfabetización, las Declaraciones de La Habana; el duelo ante la muerte de Ernesto Guevara, la visita de Salvador Allende, la despedida a los Mártires de Barbados y a Celia Sánchez Manduley; los congresos del Partido y la UJC; las misas papales, el adiós a Hugo Chávez, los desfiles militares…
La Plaza despierta entonces sentimientos encontrados, de alegría y pesar eternos. Así son los templos de las revoluciones, así son las revoluciones.
Sin embargo, ayer y hoy la Plaza, mi Plaza, duele cómo nunca antes y de un modo que difícilmente podíamos imaginar. Para describirlo hay que vivir la experiencia en una fila, bajo el sol, entre la muchedumbre silenciosa y profundamente tocada por la pérdida del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
Llegué a mi fila pasadas las ocho de la mañana, sin portar grabadora ni agenda, sin tener que entrevistar o copiar notas al vuelo. No pedí el último ni lo di. Solo ocupé mi lugar y comencé a observar la inusual escena en que todos caminábamos hacia una especie de camposanto revolucionario. Al frente, la Terminal de Ómnibus Nacionales yacía inerte.
Escuchaba no más que leves susurros a mi alrededor, mientras un señor mayor vendía periódicos de las últimas tres fechas y un oficial vestido de civil pedía muy respetuosamente que colocáramos los móviles en silencio o vibración. Se oía, cada una hora, el cañonazo que desde la Cabaña renovaba el duelo.
No conocía a las personas que inundaban mi alrededor, pero la sensación era muy familiar, como si nos conociéramos de siempre y nos acompañáramos en el peor de los momentos posibles.
Al filo de las 9:30 AM comencé ya a andar por la explanada: en la Biblioteca Nacional una tela mostraba a Fidel de pie, fusil al hombro, mirando al futuro, listo para las venideras batallas. La alegoría no podía ser más edificante. En el teatro nacional se podía leer al Indio Naborí: «Y esto que la sombra se volviera luz, esto tiene un nombre, sólo tiene un nombre… ¡Fidel Castro Ruz!
Por las avenidas Paseo y Boyeros fluían —veía ahora— las tres filas que desde el amanecer del lunes alimentaban, cual venas abiertas, el corazón del Memorial José Martí, uno de los sitios elegidos en la capital para un homenaje póstumo sin cadáver ni cenizas, al tratarse de un acto de infinito amor a quien apenas murió físicamente, a quien vive en su prédica y su práctica, a quien no dejará de estar.
Luego, muy cerca de la base del monumento, me detuve a mirar a un Martí que percibía más cabizbajo, pensativo y serio que de costumbre. El silencio era ensordecedor y solo alguna leve brisa aliviaba la pesantez del momento.
Flores de muchos colores, pequeñas banderas de papel y mensajes sueltos escritos a mano llenaban el lado derecho de la entrada al Memorial, colmada por colegas de la prensa que buscaban las más bellas frases y gestos, las imágenes de mayor impacto para contar sus historias.
Temía, en ese instante, que les faltara el testimonio de la filas allá donde comienzan, allá adonde la gente llegaba sin cita, sin acreditación, sin apuro, por absoluta convicción.
Crucé por fin el umbral de la puerta y en el salón de ambiente malva reposaban las ofrendas florales de rosas blanquísimas, la misma fotografía del Fidel guerrillero, el concepto de Revolución y la guardia de honor. Experimenté la tranquilidad del deber cumplido.
Solo segundos después volví a la luz de la Plaza, fijé la vista en la interminable fila del honor y me sentí afortunado. A algunos compatriotas, quizás, no les daría tiempo rendir este, el más importante tributo de sus vidas.
Acerca del autor
Licenciado en Periodismo de la Universidad de La Habana (UH). Especialista en los deportes de boxeo, voleibol, lucha, pesas y otros. Cubrió los XV Juegos Panamericanos de Río-2007, los XXX Juegos Olímpicos de Londres 2012, la final de la Liga Mundial de Voleibol 2011 y otros eventos internacionales celebrados en Cuba. Profesor de Teoría en la Comunicación de la UH y la Universidad Agraria de La Habana. Imparte cursos de esta y otras materias en diversas instituciones del país como el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha obtenido premios y menciones en el Concurso Nacional de Periodismo Deportivo José González Barros.