Hay crónicas que uno nunca desearía escribir. Líneas sobre el papel que brotan de pérdidas físicas, que jamás esperaríamos sucedieran. Pero la naturaleza humana, con sus leyes inexorables, reserva momentos en que nos estremecemos con la partida terrenal de hombres y mujeres que pertenecen a la eternidad.
Este 25 de noviembre es uno de esos instantes en que se tensaron al máximo todas las fibras, ante una noticia escalofriante. “Enciende el televisor que ocurrió algo muy grave”, me dijo un amigo del otro lado de la línea telefónica, al filo de la madrugada del sábado.
El mazazo me llegó primero a través de Radio Reloj. Minutos más tarde, observé a Raúl con voz entrecortada informando la muerte de Fidel, ese hecho que pensábamos se postergaría tantos años que en verdad no ocurriría.
Desde entonces nuestro pueblo, los hermanos de lucha de América y del mundo entero están sobrecogidos. Una andanada de sentimientos, emociones, remembranzas y argumentos se apoderó de todos, a partir de la dimensión íntima con que percibimos a ese hombre excepcional.
Es cierto que en horas como estas no se expresa con exactitud lo que queremos decir, pero también lo es que palabras, poemas, dibujos, lágrimas o cualquier otra manifestación que emana desde lo más profundo del alma, son absolutamente legítimas porque revelan la hondura de la relación que estableció un gigante del pensamiento y la acción, con los más diversos sectores de la sociedad.
Ya habrá oportunidad para los análisis sosegados y la meditación exhaustiva, sobre cada faceta de su obra colosal, pero ahora —es un imperativo que retrata su ascendencia entre nosotros—, hay que abrir el pecho para que salga a borbotones todo lo que nos inculcó. La cascada que irrumpe de cada cual conforma el manantial impresionante que la nación y el mundo le tributan.
El Comandante en Jefe, invicto antes e invencible siempre, caló hasta la médula de nuestro pueblo desde que a finales de la década del cuarenta del pasado siglo, siendo apenas un veinteañero, se enroló en el traslado de la Campana de la Demajagua; en la expedición de Cayo Confites, para ayudar al pueblo dominicano a liberarse de un sátrapa; o recorrió varias naciones latinoamericanas, fomentando la unidad del movimiento estudiantil.
En lo adelante, desde el Moncada hasta el combate como soldado de las ideas, Fidel creció en el corazón de cada ser digno del planeta. Lo más trascendente, sin embargo, es que se multiplicó en seres humanos de carne y hueso y en “hechos y realizaciones concretas” —como denominó a la batalla en el terreno de las ideas librada por el regreso del pequeño Elián González— diseminados en cada geografía.
Su vida, pletórica de acontecimientos sui géneris, es un canto a la redención y solidaridad humana y a la “utilidad de la virtud” que preconizó José Martí. La vocación de servir a la humanidad la aprendió del Apóstol, para relanzarla mediante incontables obras a favor de los desposeídos y vilipendiados de todo el orbe.
Fidel es un caso único en la historia. De un lado es síntesis del mejor acervo de emancipación universal, que tiene en Rousseau, Petion, Miranda, Bolívar, San Martín, Lincoln, Marx, Engels, Céspedes, Gómez, Maceo, Mariana, Alfaro, Lenin, Rosa Luxemburgo, Sandino, Mella, Guiteras, Lázaro Cárdenas o Albizu Campos a figuras paradigmáticas.
Del otro, es anticipación de un futuro —cincelado desde la pujanza del hombre y la mujer nuevos que vaticinó el Che—, que encuentra íconos en Amílcar Cabral, Sekú Touré, Lumumba, Malcon X, Martin Luther King, Ho Chi Min, Mandela, Allende, Ángela Davis, Hugo Chávez o los médicos que curaron el ébola en África Occidental.
Su accionar fue una amalgama de respuestas y soluciones. La génesis está en las grandes epopeyas libradas por el ser humano desde la antigüedad y que él retomó, precisamente porque muchos de esos ideales siguen siendo una quimera para buena parte de la población universal.
Desde esa óptica (a través de la magia que aportan los libros y el conocimiento de las proezas del pasado) estuvo en la Bastilla clamando por la libertad, igualdad y fraternidad; acompañó a los Comuneros en París, y venció en Stalingrado y el Arco de Kurs.
Luego se codeó con los combatientes que en Argel expulsaron a los colonialistas y con los vietnamitas que, como hicieron previamente en Dem Bien Phu, expulsaron con bravura a los agresores, sobreponiéndose al napalm y el resto de las atrocidades perpetradas por los imperialistas. En esa línea nadie hizo suya como él la causa palestina, o el derecho de los pueblos puertorriqueños y saharaui a disfrutar de su soberanía.
Girón, desde la fusión lírica de todas aquellas gestas, fue una rampa con la que lanzó una clarinada imposible de ignorar: a partir de ese instante todos los tercermundistas fueron un poco más libres. Su imagen caminando ágil sobre la arena o montado sobre un tanque con el que batió al enemigo, se levantó como símbolo de la victoria.
En Cuito Cuanavale resplandeció como en los “días luminosos y tristes” de la Crisis de Octubre, garantizando con su genialidad de estratega la integridad angolana, el cese del apartheid en predios sudafricanos y la independencia de Namibia. Ahí están como testimonios inequívocos de ello el cariño de los ciudadanos de esos países y las aseveraciones de Nelson Mandela, San Nujoma y José Eduardo Dos Santos.
Nada le fue ajeno, y ese es otro sello de su paso impresionante entre nosotros. Es más, encarnó el sitial más alto que se conozca desde la actividad política, pues integró como nadie cada rama creadora de los seres humanos. Al enfilar cada paso hacia el beneficio popular se convirtió en agrónomo, médico, científico, pedagogo, ingeniero, estudiante, escritor, periodista, biotecnólogo, pintor y otras muchas profesiones. En todas ellas alcanzó la excelencia.
No fueron títulos que le regalaron. Los ganó diseñando programas con impactos decisivos en la vida de sus compatriotas y en los más insospechados lares. Es imposible nombrarlos todos, pero acuden rápido a la memoria la voluntad hidráulica, los centros de desarrollo pecuario, el médico y la enfermera de la familia, el impulso a la ingeniería genética y la biotecnología, las escuelas formadoras de maestros y educadoras de círculo infantil, las de iniciación deportiva o instructores de arte y la universalización de la enseñanza.
De esa manera los protagonistas le dedicaban con sinceridad genuina sus triunfos, ora un título universitario, un premio científico o una presea olímpica. En esos segundos sublimes él acudía de inmediato –sin que hubiera decreto u orientación alguna- desde la espontaneidad que solo es posible cuando se trata de algo firme, sólido, auténtico.
Fidel como expresión cimera del intelectual orgánico gramsciano, venció en todos los escenarios. Salió airoso de cada desafío, incluso cuando lo confinaron a una celda solitaria con la intención de doblegarlo. Allí se las ingenió para leer con una vela que preparó, apenas sin recursos para ello, lo mismo clásicos filosóficos que monumentos literarios como Juan Cristóbal de Romain Rolland.
Desde ese sitio lúgubre buscó variantes para orientar a sus compañeros. Fue en esa etapa en realidad que nació su convicción de que en los avatares más espeluznantes, cada cubano tenía que ser su propio Comandante en Jefe.
Nada lo quebró entonces, ni después, por su convicción de que “un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército”. Ese fue el aliento que les infundió a cinco jóvenes, apresados injustamente en cárceles del imperio. Como un trueno prometió en el Cotorro que volverían, y dirigió con entusiasmo la lucha para cumplir con esa sentencia.
Hubo especial brillo en su mirada cuando los recibió triunfantes. Con la calidez de un padre que arropa a sus hijos se preocupó en el diálogo por la salud de ellos y les solicitó que no dejaran de estudiar y prepararse.
Para él no existieron imposibles. La utopía estuvo siempre al alcance de la mano. No como obsequio divino, sino como resultado de la consagración total a una empresa. Nada lo atemorizó, ni desvió de la ruta trazada. Cada éxito se cimentó tomando como acicate la confianza en un planeta mejor.
Desde un pensamiento dialéctico, en las antípodas del dogmatismo que se enseñoreó en otras latitudes, rectificó los errores cometidos y volvió a los senderos estratégicos. Con humildad pocas veces vista entre los estadistas, llegó a afirmar que el principal desacierto en los inicios fue creer que alguien sabía algo sobre la construcción del socialismo.
Su vida irradió luz y encendió conciencias. Fue en sí mismo una gran llama que incendió las praderas de aspirar a un orden internacional más justo. Un joven boliviano contaba hace unas horas que Silvio Rodríguez le dijo que Fidel era como Prometeo porque repartió el fuego entre los hombres. Esa es también otra certidumbre. Su obra como fuente que ilumina, aclara, orienta, propone, realiza.
El Comandante se alzó sobre escollos y valladares. El odio y la sinrazón se estrellaron contra el “chaleco moral” que lo protegió en cada paso. Ni 637 atentados, traiciones y períodos especiales mellaron su fe en el mejoramiento humano y su confianza en los humildes.
Nunca dejó de soñar y de creer y ello explica, de alguna manera, por qué salió gallardo de escaramuzas y batallas. Lo ganó todo, incluyendo la perdurabilidad por los siglos de los siglos.
Hay personas que no son comprendidas en su época y luego adquieren notoriedad. Otros resaltan en el contexto en el que se desarrollaron, pero languidecen con el paso de los años. Fidel es de otra estirpe. Atrapó como nadie, es uno de sus atributos excepcionales, el tiempo en su más completa dimensión. Es cierto que no se puede entender el pasado sin su quehacer, y que en el presente es un pilar, como también los es que en lo adelante se acrecentará su trascendencia.
Preservar esa urdimbre implica una de las más hermosas misiones que de manera permanente emprendemos desde ya los revolucionarios del mundo, con este pequeño archipiélago a la vanguardia. Fidel tiene necesariamente que acompañarnos, aconsejarnos, guiarnos, persuadirnos, corregirnos y estimularnos en las gestas venideras. Su legado, y proyección en el imaginario de los que luchamos ante las injusticias, es un estandarte inconmensurable hacia los triunfos por venir.
Al igual que sucedió durante más de 60 años, continuará como presencia cotidiana en nuestras vidas. Cada proyecto de superación individual y colectivo lo tendrá en un lugar especial. Será común proseguir dedicando nuestros éxitos a su figura, porque estará en las calles, laboratorios, aulas, teatros… con la potencia de una energía renovada.
Su estatura moral no pertenece a unas pocas décadas, ni se limita a contornos geográficos estrechos. El bastión ético que colocó en nuestras manos solo cabe en la inmensidad de un horizonte, marcado por la aprehensión de valores que inauguren un nuevo tiempo histórico. Erigir ese mundo posible es la tarea más reciente que nos entregó. Con su figura en el borde delantero también venceremos.
Yo no pude aguantar mis lagrimas cuando supe esa noticia porque no la creía, yo nací y me crie en esta revolución, crecí escuchando sus discursos sus consejos su amor por la humanidad, su humildad su altruismo su patriotismo, su solidaridad, sus ideales y sus sueños, por todo esto que aprendí me forje y seguiré siendo cada día mejor en mi trabajo y en las organizaciones las cuales tengo responsabilidad, para que la luz de la revolución siga alumbrando al pueblo de cuba. ¡Hasta la Victoria Siempre! ¡FIDEL ETERNAMENTE FIDEL!