Luis René Fernández Tabío y Hassan Pérez Casabona⃰
Como explicamos en los trabajos previos, los partidos dominantes dentro del sistema político en Estados Unidos despliegan sus mayores potencialidades durante el proceso electoral. Ellos se comportan como maquinarias bien engrasadas, que persiguen captar la atención de un público cada vez más escéptico de los políticos profesionales, por la desconexión entre los discursos y el acontecer cotidiano.
Sin ignorar matices y especificidades, no son los objetivos perseguidos ni el aspecto doctrinal lo que separa una agrupación de la otra, sino la capacidad de articular estrategias que se reviertan en la suma de votos, mediante los cuales se accede a determinada responsabilidad. [1]
No en balde algunos analistas afirman que las variaciones “sustanciales” entre los dos principales conglomerados, estriban en que uno tiene como símbolo un burro y el otro un elefante. El compañero Fidel, en ese sentido, fue igualmente perspicaz cuando señaló que entre demócratas y republicanos hay las mismas diferencias que entre la Coca Cola y la Pepsi Cola. Es decir, montadas en el marco político, ideológico liberal –conservador capitalista, ambas fuerzas representan distintas formas, variantes, combinaciones de instrumentos, discursos, para lograr objetivos e intereses comunes de su clase política, y no constituyen alternativas.
Cada nuevo ciclo electoral pone de manifiesto, sobre todo desde el comienzo del siglo XXI, la crisis del bipartidismo, al tiempo que se incrementan las erogaciones asociadas a todas las fases del proceso. Cada cuatro años en las elecciones presidenciales, o cada dos años en las de medio término, se gasta más en todos los niveles, sin que ello implique se resuelvan los problemas que afectan a la mayoría de los ciudadanos y se fortalezca el sentido de la democracia, aun en su expresión liberal representativa en el país que es el vórtice del imperialismo mundial.
Seguir la ruta del dinero…esa es la cuestión.
Esta vez no fue la excepción. De acuerdo con estimaciones del Centro para Políticas Responsables (CRP, por sus siglas en inglés), una ONG que hace seguimiento al financiamiento de la política en Estados Unidos, la campaña que recién concluyó costó unos US$2.651 millones. El cálculo tiene como eje la información recopilada por la Comisión Federal Electoral. Si se desglosa este monto, observamos que equivale a un gasto promedio de US$11,67 por cada uno de los 227 millones de estadounidenses que, según la Oficina del Censo, se encuentran en edad de votar.
Confirmando el ascenso del aspecto monetario dentro de la urdimbre política norteamericana (algo que el presidente Barack Obama reconoció en más de una ocasión como sello negativo del sistema) estos comicios tuvieron una proyección ligeramente superior a los US$2.621 millones que generó la carrera presidencial de 2012, en la que Obama logró la reelección ante el candidato republicano Mitt Romney.
Según los datos que aporta el CRP, la campaña de Hillary Clinton recibió hasta el 31 de octubre unos US$687 millones, lo que la ubicó alrededor de 34 millones por detrás de los US$721 millones recaudados en 2012 por Obama.
En el caso de Donald Trump, recolectó unos US$307 millones, casi US$150 millones menos que los conseguidos en 2012 por el equipo de Romney, lo que no implicó que haya sido inefectivo en este aspecto, especialmente si consideramos que el acaudalado empresario generó publicidad “gratis”, basada en la difusión de sus controversiales declaraciones por todos los medios. [2]
De igual manera estas cifras no son las únicas a tener en cuenta, pues una parte significativa del financiamiento son aportados por los Comités de Acción Política (PAC, por sus siglas en inglés), organizaciones constituidas para recolectar fondos que son usados para hacer campaña, a favor o en contra de algún candidato o iniciativa.
Mayor relevancia adquieren los llamados SuperPACs, surgidos a partir de una decisión de la Corte Suprema de Justicia del año 2010. La diferencia con respecto a los PACs radica en que deben ser «independientes» y no pueden donar sus fondos a una campaña o a un partido en concreto, pero a cambio “no tienen límite en la cantidad de fondos que pueden recaudar y utilizar para influenciar en el resultado electoral”. A ello se suma que el máximo ente judicial estableció que empresas y sindicatos pueden invertir sus propios recursos, de forma directa y a través de otras organizaciones, siempre y cuando el gasto se haga sin coordinarlo con ninguno de los contendientes en específico. Es decir, una corporación industrial o financiera puede destinar fondos a las elecciones a partir de las decisiones de los directivos, convertidos en agentes electorales mucho más poderoso e influyente que un ciudadano promedio.
Todo ello hace que el conjunto de pasos y etapas vinculadas a las elecciones en Estados Unidos movilicen erogaciones financieras incomparablemente superiores a lo que sucede en el resto de las contiendas a nivel global, tanto por las dimensiones económicas del país como por los variados métodos disponibles para introducirlos en la política. [3]
De igual manera el proceso se alarga más, porque hay que comenzar con anticipación a lidiar en todos los frentes, incluyendo los medios de comunicación y el empleo de instrumentos de un espectáculo mediático, o se corre el riesgo de quedar descolocado.
En el pasado se asociaba principalmente a la etapa de las primarias y luego a la recta final, lo contrario de lo que sucede hoy donde, casi desde la primera etapa en el gobierno luego de ser elegido, comienza las acciones dirigidas a la próxima contienda, permeando la actividad política de un sentido electoralista. De ese modo, por ejemplo, desde que Hillary renunció a fungir como Secretaria de Estado, cuatro años atrás, prácticamente inició su inclusión en esta batalla.
Las contiendas electorales como expresión de crisis dentro del sistema.
El andamiaje político estadounidense ha venido reflejando una profunda división no solamente entre la Presidencia y el Congreso, sino entre los dos partidos dominantes: Demócrata y Republicano. De igual manera dentro del tejido social, consecuencia de las crecientes disparidades socioeconómicas, la polarización de la riqueza y la incapacidad del sistema de ofrecer soluciones y en ocasiones ni siquiera alivios sustantivos a los más importantes desafíos y contradicciones. Dicha fractura obstaculiza la aprobación de programas importantes en función de los intereses del país, al tiempo que se levanta como testimonio de la disfuncionalidad del mismo. El proceso electoral es también una expresión de la crisis que atraviesa el entramado político, agravado a partir de los comicios del año 2000, en que muchos expertos consideraron se cometió fraude.
El debate que prolifera en estas primeras jornadas después del 8 de noviembre sobre la inviabilidad del Colegio Electoral, como ente encargado de la designación presidencial, confirma esa hendidura. Nunca antes se desataron críticas tan profundas a ese mecanismo, diseñado por los Padres Fundadores.
Ni antes ocurrió tampoco (independientemente de ser la quinta vez en la historia, y la segunda en este siglo), que el acceso a la Presidencia no es sustentado por contar con la mayoría del voto popular, y menos que existiera una diferencia de votos tan grande, entre el rival que se conformó con la derrota y quien institucionalmente se adjudicó el triunfo. Aun cuando no se han escrutado todas las urnas al momento de escribir estas páginas, se prevé que Hillary supere a Trump en alrededor de 2 millones de votos, casi diez veces más que la ventaja que sacó Al Gore sobre George W. Bush en el 2000.
Todavía más estremecedor, los 60 millones de respaldos recibidos en los comicios por la Clinton constituyen las segunda mayor votación de todos los tiempos, obtenida por candidatos de los dos partidos, únicamente superada por la puntuación lograda por Barack Obama en 2008. Ello no fue suficiente ahora para decidir quién conduciría los destinos de ese país. Esa anomalía pone al descubierto las vulnerabilidades y aberraciones de un sistema que se autodefine como paladín de la democracia y los derechos ciudadanos.
Las protestas que se han sucedido desde el anuncio del éxito de Trump toman como acicate, entre otros factores, la dicotomía planteada, así como el repudio de diversos sectores al nuevo presidente republicano. Estas se han ido extendiendo de los bastiones demócratas clásicos, como Nueva York, Boston, Chicago o Los Ángeles, a urbes de predominio republicano como Dallas y Atlanta.
Eso sí, es muy probable que de haberse impuesto Hillary dentro de las reglas de juego establecidas, las protestas igualmente se habrían desatado, con el agravante de que varios de los grupos que respaldan a Trump asumen posiciones, intolerantes, agresivas e incluso marcadamente beligerantes. Tanto el hecho concreto que estamos viviendo, como la suposición descrita, ponen al descubierto las falencias no sólo de las regulaciones electorales, sino del ordenamiento político en general.
Algunos nuevos rasgos en la lucha política.
Luego de primarias, caucus y las definición de los candidatos, se pusieron de manifiesto no solamente múltiples contradicciones para la selección de los aspirantes por los dos partidos, sino el rechazo bastante generalizado de los electores a la maquinaria política establecida y sus representantes. La fragmentación y condena al establishment político tuvo mayor gravedad al interior del Partido Republicano, pero también se manifestó en el Partido Demócrata, aunque de otro modo, y acabó siendo un aspecto decisivo en los resultados.
No soslayemos que el liderazgo republicano buscó por todos los medios que fueran elegidos algunas de las figuras preferidas por la élite. Desde el inicio, una vez despejados los aspirantes más débiles, un grupo de candidatos se alinearon con las tendencias más recalcitrantes, representadas por Jeb Bush, Ted Cruz y Marco Rubio. Ellos no pudieron, pese al apoyo de la jerarquía partidista, alcanzar la nominación.
El hombre considerado externo a las líneas tradicionales de esta agrupación y hasta rechazado por el alto mando republicano, Donald Trump, con posturas erráticas e “incorrectas” y ataques hacia importantes segmentos de votantes como las mujeres, hispanos o latinos, finalmente consiguió, contra toda lógica y pronóstico, la designación para contender por la Casa Blanca.
En verdad otro mito cimentado a lo largo de la porfía fue catalogar a Trump como outsider, cuando en realidad ello supone una interpretación simplista y estrecha de esa denominación. Su trayectoria sólo puede explicarse a partir de sus conexiones dentro de ese tipo de sociedad. Así como Hillary es un ejemplo cabal del establishment político, Trump lo es en lo económico y en muchos otros planos. Un multimillonario es componente de la clase dominante estadounidense, aunque no haya ejercido funciones en el gobierno. Ello no es ajeno al sistema, como lo demuestra la práctica de la llamada puerta giratoria, mediante la cual los representantes del capital financiero e industrial, se alternan en responsabilidades dentro del ejecutivo y el sector privado. Sólo trastocando los hechos, e invirtiendo el análisis, se puede siquiera sugerir que el magante está al margen de la armazón que rige ese país.
En un mundo de estereotipos y simplificaciones, con matrices de opinión sembradas en las personas mediante procedimientos muy sutiles, se consiguió dibujar un perfil de ese candidato para alejarlo de todo lo oscuro asociado a la institucionalidad política, y abrir el acceso a la Presidencia a un miembro de la oligarquía financiera.
Ahora bien, cabría preguntarnos ¿con cuáles bases electorales “conectó” el controvertido empresario? ¿Por qué sus mensajes encontraron resonancia entre millones de personas? ¿Qué explica el hecho de que incluso algunas mujeres, latinos e inmigrantes votaran por él pese a su discurso beligerante hacia esos sectores? ¿Qué valores encarna Trump, desde el ángulo de la representación en el imaginario de buena parte de los ciudadanos estadounidenses?
Sus posiciones están identificadas, esencialmente, con un sector poblacional entre los más afectados por la última Gran Crisis financiera y económica 2007 -2009, tanto en el acceso al empleo, como en su calidad. Se trata de hombres blancos por encima de 50 años (aún más los que superan la barrera de los 60), sin titulación universitaria, con creencias religiosas y resentidos por ser desplazados por inmigrantes ilegales, y ante el traslado de industrias productivas fuera del país, fenómeno reflejado con mucha fuerza en los llamados estados del cinturón del óxido (rust belt), región industrial por excelencia hasta el inicio de su declive durante la década de 1960.
Ellos no fueron, sin embargo, la única fuente del apoyo a Trump. Contrario a la tendencia previsible por sus declaraciones, y las interpretaciones más esquemáticas de algunos analistas, importantes grupos de mujeres y latinos se adscribieron a su propuesta por diversas razones. Fue un error suponer que, de golpe y porrazo, cada fémina castigaría con el voto al contendiente que las ofendió, para respaldar sin tapujos a la figura demócrata, mujer por demás, pero cuya imagen fue muy dañada durante la contienda.
Esa analogía entre los criterios anti feministas de Trump y la condena de las damas, impidió apreciar que es un fenómeno social y cultural complejo. Como se demostró, en la sociedad estadounidense actual existe entre grupos nada despreciables cierta tolerancia a que los hombres se expresen de esa manera, sin que reciban rechazo alguno por afirmaciones públicas en que se relega y menosprecia a las féminas. Esta posición –que tiene su raíz en la naturaleza patriarcal de la sociedad occidental- prevalece no sólo entre grupos de zonas periféricas, sino incluso entre profesionales de diversas ramas. [4]
Algo similar sucedió con la temática de los inmigrantes. Las divulgaciones de prensa indujeron a pensar, dentro del gran público, que todas las personas con esa condición repudiarían las expresiones de Trump, de fortalecer lo concerniente al muro en la frontera con México, e incrementar la cantidad de deportados a sus países de origen. Ello provocó pasar por alto que una parte de los latinos asimilados a Estados Unidos, percibe las afirmaciones de Trump como certeras, pues suponen les garantizan preservar su estatus, el cual se vería lastimado ante nuevas oleadas de su misma procedencia.
Es decir, muchos otrora inmigrantes responsabilizan a los que han llegado recientemente, entre ellos los considerados ilegales, con los problemas en el empleo, seguridad y en otros aspectos de la vida cotidiana. Desde esa óptica convergen con los razonamientos del sector más retrógrado de los hombres blancos arriba mencionado y también trabajadores, sean estos latinos o afroamericanos. Recuérdese que en Estados Unidos los índices de desempleo de los hispanos y negros es muy superior al de los considerados blancos; para las mujeres y los jóvenes es aún peor.
La construcción de una imagen como carta de triunfo.
El perfil de Trump, su representación pública por un individuo con dominio escénico, ejerció notable efecto sobre importantes conglomerados de la sociedad. Hombre que edificó una fortuna en el sector inmobiliario y el poder mediático, que dice lo que le viene en ganas, sin temor a las consecuencias derivadas de esos actos, y que cuestiona lo mismo las regulaciones electorales, la cúpula de su partido que los medios de prensa. Todo ello acompañado de una bella esposa ex modelo, 25 años más joven, a lo que incorpora la defensa de portar armas, como valor inamovible de ese modelo de nación. Una especie de cowboy moderno, o personificación contemporánea del espíritu de superioridad, apuntalado por Hollywood a través de símbolos como John Wayne, Rodolfo Valentino o Paul Newman, que viene ahora a salvar de nuevo a Estados Unidos.
En otro sentido, la alternativa demócrata se levantó sobre una mujer que, si bien acumuló una de las trayectorias políticas previas más sólidas de cualquier época, en verdad se presentó con un mensaje insulso, incapaz de movilizar a los votantes, particularmente a los jóvenes. La Clinton nunca convenció -era un secreto a voces esa debilidad que reconocían sus partidarios- y no pudo trascender más allá de lo “políticamente correcto”, justo cuando ese concepto, que en el pasado era la principal carta hacia la victoria, está hoy en lo más bajo de la mente de las personas. Ni siquiera aprovechó en toda su magnitud lo que implicaba su candidatura, como primera mujer en pos de la Casa Blanca, pues se dedicó a transitar por caminos trillados, incluyendo contradecir o retractarse de opiniones dadas en el pasado.
Esas posiciones “camaleónicas” afianzaron el criterio de que no decía la verdad, sino que se acomodaba a un interés particular. Hizo además concesiones en otros asuntos, mostrando un programa “descafeinado”, que no impactó suficientemente entre algunos de aquellos sectores y estados dubitativos, o pendulares; el meollo de la evolución conclusiva de estas contiendas.
Hillary personificó la continuidad y los males de un sistema carcomido por la incongruencia entre el discurso y la acción práctica. Cargó a la vez con las desventuras y frustraciones heredadas de la presidencia de Obama sobre una parte de los electores demócratas. Trump, al contrario, se convirtió en el aspirante del cambio, que desafió, retó y lució con la soltura que exigen estos torneos electorales. Asimismo, el multimillonario neoyorquino y su equipo supieron enhebrar una campaña –sazonada con su irreverencia oratoria- en la que concentraron esfuerzos en los espacios que identificaron como claves, y no se dejaron desmovilizar ante la apabullante consideración de los medios de que su rival marchaba delante en la lid.
Fue un tanto a su favor el uso de las redes sociales, — instrumento utilizado durante la primera victoria de Obama– ámbito que inobjetablemente confirma su valía en el plano político, ideológico y cultural. Basta recordar la función desempeñada por el ciberespacio y la blogosfera, lo mismo en las llamadas Revoluciones de Colores, que en el resultado electoral más reciente en Argentina. Al parecer no todos los actores políticos –como se sugiere ocurrió con Hillary- tienen claro esto en su real dimensión, ni demuestran ser exitosos en su empleo.
Al final los antecedentes históricos podrían haber servido para predecir lo ocurrido, pues los demócratas no habían hilvanado tres gobiernos al hilo en una oportunidad en las últimas siete décadas. La última vez con esa prolongación en la Presidencia aconteció con la combinación de Franklin Delano Roosevelt y Harry Truman, entre 1933 y 1953. Los republicanos si lo hicieron entre 1980 y 1992, con la doble administración de Ronald Reagan primero, y luego con George H. Bush, quien fue vicepresidente del ex actor en sus ocho años de gobierno. No debe olvidarse la coincidencia con un momento de mutación fundamental en la política, la economía y la sociedad estadounidense conocido como la contrarrevolución conservadora, desatada desde principios de la década de 1980.
Ahora los demócratas prescindieron de emplear al vicepresidente de Obama, Joe Biden (algo que muchos lamentan) en aras de apostarle todo a Hillary. Al parecer ese partido quizo trascender como la formación que llevó a la Presidencia por vez primera a un afrodescendiente y una mujer. No pudieron consumar esto último y por el contrario abrieron el camino a la Casa Blanca al presidente electo más longevo de su historia (Trump cumplió 70 años en junio) superando el récord anterior establecido por Reagan con 69, al iniciar su primer mandato.
⃰Fernández Tabío es Dr. en Ciencias Económicas y Profesor Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana y Pérez Casabona es Lic. En Historia; Especialista en Seguridad y Defensa Nacional y Profesor Auxiliar de la propia institución.
Notas, citas y referencias bibliográficas.
[1]. El expresidente y lúcido intelectual dominicano Juan Bosch escribe sobre ello. “Los Estados Unidos son políticamente un país de burócratas y funcionarios, no de líderes. (…) En los Estados Unidos la categoría de líder la da el cargo, no está en el hombre. (…) La clave de la diferencia entre la tradición política de Inglaterra y la de los Estados Unidos está en que los partidos norteamericanos no son permanentes, no están organizados sobre la base de un programa; son esquemas de partidos que solo funcionan para fines electorales, cuando llega la hora de acumular votos; y al acercarse las elecciones los políticos de profesión se agrupan alrededor del candidato que a su juicio puede ganar”. Juan Bosch: El pentagonismo sustituto del imperialismo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2007, pp. 79 y 80.
[2] Todas estos datos pueden consultarse además en: http://www.teletica.com/Noticias/141956-Cuanto-cuestan-las-elecciones-de-EEUU-y-como-se-comparan-con-otros-paises.note.aspx
[3] Un estudio de la BBC publicado el 4 de noviembre, además de profundizar en estos aspectos, revela que el presidente Francois Hollande arribó al Palacio del Elíseo en el 2012 en una contienda en la que se invirtieron 97 millones, mientras Vladimir Putin lo hizo en Rusia luego de que se gastaron 49 millones de dólares. Ángel Bermúdez: “Cuánto cuestan las elecciones de Estados Unidos y cómo se comparan con otros países”, en: http://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-37856444
[4] Ese propio día se publicó un artículo en The New York Times que refleja esa percepción, en una parte de las féminas. “Soy una mujer blanca, con estudios universitarios y más cercana en edad a Hillary que a Chelsea Clinton. Soy madre, una chica católica de Jersey, que creció en un hogar amigo de los sindicatos. Y voté por Donald Trump. Mi madre de 89 años está horrorizada, al igual que muchas de mis amigas, que también son blancas y con estudios universitarios. No me importa, para mí fue una decisión sencilla. Me ha tocado explicarle a mi hija adolescente cómo es que los hombres —Donald Trump o el equipo masculino de fútbol de Harvard— dicen cosas espantosas de las mujeres en los vestidores o los autobuses de las celebridades. Eso ya es bastante malo. Pero también tuve que explicarle que Hillary llevará de vuelta a Bill Clinton a la Casa Blanca. Todo el mundo debería estar consciente de que el expresidente, quien fue sometido a un proceso de destitución, mintió acerca de por lo menos un abuso sexual y usó a otra mujer, una pasante, como juguete sexual en la Oficina Oval. (…) Ella es bien conocida por rodearse de gente que le ayuda a ocultar sus mentiras y mal juicio: Benghazi, los correos electrónicos ultrasecretos, el servidor privado, la Fundación Clinton. Él asumiría la presidencia menos agobiado por las lealtades partidistas, con la posibilidad de elegir a miembros del gabinete y asesores sin ataduras de pensamiento. ¿Será él un buen presidente? Todavía no estoy segura. ¿Y ella? Es más probable que no”. Maureen Sullivan: “Por qué voté por Trump”, en: http://www.nytimes.com/es/2016/11/08/por-que-vote-por-trump/