El cuento sobre mi tío Ubaldo, ya fallecido, quedó para siempre en la memoria familiar. Mi abuela María se encargó de contarlo y así pasó de una generación a otra. Resulta que al transitar por el lado de una palma que estaba situada en el callejón donde vivía, Ubaldo —en ese entonces con seis años—, encontró el huevo de una gallina y sin pensarlo dos veces lo cogió y lo llevó para la casa.
Cuando llegó y lo entregó a mi abuela, ella le preguntó su procedencia, y luego de escucharlo, le dijo que eso no le pertenecía, pues ninguna gallina de la casa había ido a poner allí. “Debe ser de Pancho o de Emelina”, le espetó y de inmediato lo obligó a devolverlo. “¿Pero a quién?”, le preguntó el niño. Ella sin demora respondió: “A la palma. No se coge lo que no es de uno”.
Eran las normas, las reglas del hogar, en el cual los padres se vanagloriaban con la frase que hicieron suya los más humildes: “Pobres, pero honrados”.
Hace poco, mi amigo Ernesto, el Pintor de la Tierra, me hizo recordar la anécdota con una historia ocurrida en su natal Sancti Spíritus. Andaba él, todavía niño, con su cajón de limpiar zapatos a cuesta recorriendo calles para ganar unos centavos con los que ayudar a su familia, y de pronto un viento arrastró hacia él un billete de gran valor. Todo un caudal en aquellos tiempos de neocolonia. Por un momento vio los cielos abiertos y pensó que era un regalo divino. Lo apretó fuertemente en sus manos y lo puso en su bolsillo, contento por lo que podrían comprar sus padres con semejante dinero.
Pero al dar la vuelta, frente al banco, vio a un hombre que contaba un fajo de billetes. Observó que volvía a repetir la acción de forma contrariada. A su mente vinieron los consejos del padre, siempre insistiendo en la honestidad como una virtud esencial en las personas. Y entonces intuyó que el dinero era de aquel señor. Y sin recapacitarlo, lo interrogó: “¿Señor, ese billete es suyo?”. El hombre le dio las gracias y el niño quedó feliz por su acción.
Pudieran mencionarse cientos de anécdotas. Cada quien debe guardar las suyas como testimonio de una manera de criar y formar valores convertidos en códigos esenciales para la vida. La cívica comenzaba a fraguarse desde la cuna, y se cimentaba en la escuela, cuando el maestro de humilde origen le enseñaba las primeras letras del abecedario. Y aun en aquel que no tenía un maestro y vivía con el estigma del analfabetismo, sí estaban muy claras las reglas de comportamiento en la sociedad. Podía estarse en situaciones difíciles, pero nadie se apropiaba de lo ajeno. A tal punto que las gallinas de un vecino entraban para el patio de otro y se la devolvían. Y hasta se daban casos exagerados como el de mi abuela con mi tío Ubaldo. Pero así crecía la virtud.
Hace algunos meses la colega Alina M. Lotti publicó en el sitio digital Cuba Sí un comentario titulado ¿Qué significa “la lucha” para los cubanos?, donde afirmaba que casi siempre se asocia a conductas reprochables. Así, por ello se puede entender: “robar, desviar recursos, meter la mano”, u otras acepciones que al final expresan lo mismo.
El asunto en cuestión motivó muchos comentarios de los cibernautas, desde aquel que defendió el derecho a “luchar”, hasta aquellos que coincidieron en que “el que toma lo que no es de él lo que hace es robar y esto no lo justifica nada, se puede ‘luchar’ de otra manera sin robar”.
Una de las personas contó una historia, que resulta dolorosa. Se trata de un cubano que llegó a España y un amigo le consiguió un trabajo. Cuando lo llevó con el capataz de la obra, le dijo: “Usted sabe, en Cuba yo luchaba llevándome cemento, losas y otros materiales de las obras”. Y el capataz respondió: “Usted no puede trabajar aquí, si roba en Cuba, en España lo hace también. Usted no es una persona honesta”.
Claro que no es suficiente el salario para la mayoría, que los productos del agro o de las tiendas recaudadoras de divisas cuestan caro, pero tolerar el concepto de “lucha” tal cual se ha cimentado en los últimos años es empañar la imagen de todas las personas —y sí las hay— que conservan la honestidad como la principal divisa de su existencia. ¿Cuántos casos no hay de hombres y mujeres que en estos tiempos han encontrado grandes sumas de dinero y lo han devuelto?
Una de las lectoras del comentario realizado por mi amiga Alina aseveró que prefería “dormir como decía mi abuela, con un pedazo de boniato en la barriga, pero con la cabeza tranquila”. Soy de las de ese bando, que defiende la honestidad como preciada virtud.