Muchos estuvimos en aquel estremecedor homenaje que se les rindió en la base del monumento a José Martí a las víctimas del abominable atentado terrorista que el 6 de octubre de 1976 provocó el derribo, en pleno vuelo, de una aeronave de Cubana de Aviación con 73 personas a bordo, de ellas 57 cubanos. Solo pudieron ser recuperados los restos mortales de ocho compatriotas, convertidos en símbolos de los caídos, ante los cuales un desfile interminable de trabajadores de todos los sectores, hombres y mujeres, adolescentes y hasta niños, acudió a rendirles postrer tributo.
Eran, como expresó Fidel en la impresionante despedida de duelo que reunió a una compacta multitud en la Plaza de la Revolución de La Habana, 57 saludables, vigorosos, entusiastas, abnegados jóvenes cuya edad promedio apenas rebasaba los 30 años “aunque sus vidas eran ya, sin embargo, inmensamente ricas en su aporte al trabajo, al estudio, al deporte, al afecto de sus familiares allegados y a la Revolución”.
Frente a las costas de Barbados ese aciago día una bola de fuego se precipitó al mar con su preciosa carga. Alegrías, sueños y esperanzas desaparecieron en un instante. Perdieron la vida el capitán de la nave que ostentaba la condición de Héroe Nacional del Trabajo y sus capaces tripulantes, algunos de los cuales habían sumado a su trayectoria misiones internacionalistas; el equipo juvenil de esgrima que regresaba a la patria con la inmensa satisfacción de haber cosechado todas las preseas de oro en un torneo centroamericano, y un pasajero más del que se supo después: el que llevaba en su vientre una de las deportistas, ansiosa por contarle a su familia la feliz noticia de que estaba embarazada de su primer hijo; murieron también 11 jóvenes guyaneses que se trasladaban a Cuba, seis de ellos para formarse como médicos y cinco ciudadanos norcoreanos.
Poco antes del crimen salió publicado en un periódico de Miami un “parte de guerra” donde miembros de un connotado grupo terrorista informaban de sus últimas acciones contra objetivos cubanos en el exterior y anunciaban desvergonzadamente: “Muy pronto atacaremos aeronaves en vuelo”.
No se trataba del proceder de un puñado de locos o fanáticos sino el resultado de una política de terrorismo de Estado concebida por Estados Unidos como parte de su empeño de destruir a la Revolución cubana. El propio Fidel lo denunció en la despedida de duelo de las víctimas: “En los últimos meses el Gobierno de Estados Unidos, resentido por la contribución de Cuba a la de rrota sufrida por los imperialistas y los racistas en África, junto a brutales amenazas de agresión, desató una serie de actividades terroristas contra Cuba. Esa campaña se ha venido intensificando por día y se ha dirigido, fundamentalmente, contra nuestras sedes diplomáticas y nuestras líneas aéreas”.
Semejante respaldo explica la desfachatada expresión de Hernán Ricardo (autor material del sabotaje junto con Freddy Lugo) que dio título a un libro de denuncia sobre los hechos: Pusimos la bomba… ¿y qué? Y revela también la impunidad de que han gozado los autores intelectuales de semejante atrocidad, que recibieron eficaz apoyo para librarse del castigo de la justicia: Orlando Bosch, quien vivió como un ciudadano honorable en una confortable residencia de Miami hasta su fallecimiento en el 2011; y su socio y cómplice de fechorías, Luis Posada Carriles, que aún se pasea tranquilamente por esa ciudad jactándose de sus actos.
Lo ocurrido el 6 de octubre de 1976, instituido como Día de las Víctimas del Terrorismo de Estado, no puede quedar atrás, como tampoco puede olvidarse todo el dolor y el luto padecido por numerosas familias cubanas como consecuencia de las acciones hostiles y agresivas ejecutadas por el Gobierno de Estados Unidos desde el mismo triunfo revolucionario, que han provocado más de 3 mil muertos y una cifra superior a los 2 mil discapacitados, además de la destrucción de recursos de los trabajadores y del pueblo.
Hechos como estos siguen vivos en el reclamo de justicia que hoy reiteramos. Abrazados a la historia, exigiremos que en la construcción de un futuro entre nuestras naciones esté presente el reconocimiento de los daños de un pasado criminal que no puede repetirse. Basta ya de impunidad.