Hace como cinco años se comunicó conmigo. Consiguió el teléfono a través de mi hermano Juany, en Artemisa. A su vez, ella había obtenido el de él mediante un conocido que vivía en el municipio de Guanajay.
Aquel día, cuando sonó el timbre, me dijo: “¿Sabes quién te habla?” Quedé en suspenso, tratando de adivinar la voz de la persona que con seguridad me conocía bien. No quise ser descortés y le hablé con cariño. “Bueno, por la voz, me parece conocida (mentí a sabiendas), pero no puedo decir quién es…”
Ella soltó una risa triunfadora. “Soy tu maestra más querida. Xiomara, la profesora de Geografía”. Entonces fue cuando le contesté. “Ay, profe, disculpe, han pasado tantos años… ¿cómo está usted?”
“Yo bien… ¿y tú?… Sigues delgada, te han salido canas…”, dijo ella y le respondí: “Bueno… he cambiado un poco, las canas no se ven, pero están…”.
Y así siguió la conversación que, entre una que otra lágrima, nos puso al día sobre nuestras vidas. Desde entonces, cada cierto tiempo nos comunicamos. Xiomara Pérez tuvo en su récord el de dar clases de Geografía en séptimo grado a mis seis hermanos, en la otrora secundaria básica República Socialista de Checoslovaquia. Pero de todos nosotros, fue mi hermano Juany el preferido. A él le gustaba mucho la asignatura y pronto se destacó en su grupo.
Por él mostró la educadora un cariño maternal, que prevaleció con los años. Tan así fue que en los duros días del año 2014, cuando la familia enfrentó la terrible enfermedad que devoró a mi querido hermano, no dejó de llamar y lloró la muerte de su alumno como si fuera una más de la casa.
Ella es solo un ejemplo de los buenos e inolvidables maestros que marcaron mi camino. Ahora que se inicia el curso escolar, varios son los nombres que acuden a mi memoria. En un lugar muy especial del corazón está Gloria Granados, la dulce profesora de primer grado en mi natal Pijirigua; de allí también fueron Alicia Fagundo, ya fallecida, Mercedes Alfaro y María de los Ángeles, excelentes en una profesión a la que siempre se dedicaron. Después en la secundaria y en el preuniversitario se sumaron otros: Aracelys, Maribel, Alfredo, Lobato; hasta Marina Menéndez, colega de Juventud Rebelde, entonces integrante del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunse Domenech, está en ese selecto grupo de buenos profesores, osados muchachos que tan jóvenes como sus estudiantes, dieron el paso (y el corazón) para cubrir en ese tiempo la necesidad que había de maestros.
En la Facultad de Artes y Letras, en la Universidad de La Habana, donde cursé la Licenciatura en Periodismo, descubrí la pedagogía de Miriam Rodríguez y Herminia Companioni; en tanto, José Antonio de la Osa, avezado periodista del diario Granma y profesor de Taquigrafía, se convirtió en el ídolo de sus educandos, no solo por la materia que impartía, sino por las clases de ética y profesionalidad que nos regaló en cada encuentro.
Hace pocos años, cuando cursé la Maestría en Didáctica de las Humanidades, en la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona, reafirmé que en Cuba existen muy buenos maestros, más allá de aquellos que no enaltecen el digno oficio. Ahí nuestra aula tuvo siempre al frente un profesor de excelencia.
Sirvan estas letras para rendir honor a la Profesora de Mérito Angelina Roméu Escobar, quien no se conformó con realizar un doctorado e hizo otro para demostrar que nunca se termina de aprender, no obstante ser considerada por los alumnos una eminencia. Hasta la muerte, el aula fue para ella su trono.
De allí también son la querida tutora doctora Lissette Mendoza Portales, ejemplo de modestia y grande en saberes; las doctoras María Victoria Chirino e Ileana Domínguez, amables y magnánimas en conocimientos. ¡Son tantos a los que les debo agradecer lo recorrido en este mundo del aprendizaje diario! Y aún, cuando asisto a conferencias o diplomados sigo descubriendo seres iluminados que han encontrado en la enseñanza la pasión de su vida. Ante ellas y ellos, inclino la cabeza y digo: “Gracias”.