“No aflojes, sigue tirando, no te metas en la corta distancia…sigue tirando, entra con el jab y luego madúralo… tranquilo, no te impacientes, que él no puede contigo… enséñale a respetarte, enséñale quién es el campeón… sigue tirando, no aflojes…”
Así le gritaba, una y otra vez, desde la esquina del cuadrilátero de boxeo el entrenador cubano Alcides Sagarra a su pupilo más aventajado, Teófilo Stevenson en la división súper completa (+81 kg), quien en cuatro peleas no solo entró a la gloria dorada de los XXII Juegos Olímpicos de Moscú 1980, sino a la historia de estos certámenes cuatrienales con su tercera corona de manera consecutiva, tras las ganadas en Munich 1972 y Montreal 1976.
La hazaña únicamente la había conseguido antes el húngaro Lazlo Papp (Londres 1948- Helsinki 1952 y Melbourne 1956) pero en tres divisiones diferentes. El antillano, de 1,90 metros de estatura, 28 años, y poco más 93 kilogramos de peso lo hizo todo en la misma categoría y regaló la actuación más ilustre de la cita moscovita, reconocida en el centenario de los Juegos Olímpicos, cuando fue elegido como el deportista más valioso de esa lid.
Por cierto, la justa de 1980 estuvo marcada por el boicot de Estados Unidos, al no asistir al escenario olímpico dado su descuerdo con la presencia en Afganistán de tropas de la entonces Unión Soviética. Varias naciones capitalistas secundaron a los estadounidenses y tampoco acudieron, sin embargo, nada impidió la celebración con calidad de esos Juegos.
De vuelta a Pirolo —así se le conoció desde pequeño a Stevenson— y a su desempeño en Moscú, basta recordar que venció en su primera pelea al nigeriano Solomón Ataga por nocao en el primer asalto y repitió luego la misma dosis frente al polaco Grzegorz Skrzecz, con la diferencia que este le resistió hasta el tercer asalto, cuando una derecha al mentón lo envió a la lona.
En semifinales, las palabras de Alcides llegaron más precisas cada vez que concluía un round, pues el húngaro István Lévai le ofreció una resistencia inesperada. “No trates de arriesgar con el intercambio cuerpo a cuerpo, sigue tu plan táctico de pelea, entrar y marcar. No te aferres en tumbarlo. No aflojes, es solo cuestión de tiempo”. Y el alumno más disciplinado y premiado de la escuadra cumplió. Victoria 5-0.
Convencido de que en nueve minutos iba a concretar uno de los sueños más grandes de cualquier deportista, Stevenson enfrentó su tercera final olímpica contra el local Piotr Zaev como siempre lo hacía. Tranquilo, sin mayores sobresaltos que el calentamiento de rigor, vestía short rojo y camiseta blanca. El árbitro los llamó al centro del ring y tras el sonido del gong, el primer derechazo lo soltó el antillano.
Golpe a golpe, con fintas y ganchos al estómago, y una defensa casi invulnerable para un contrario de menor estatura, Stevenson fue construyendo su triunfo. Es cierto que un juez vio ganar a Zaev, pero los otros cuatro coincidieron en que el mejor hombre sobre el cuadrilátero en esa final olímpica había sido el cubano.
Momento después de ceñirse la ansiada corona ocurrió algo que levantó la emoción de los asistentes a la jornada. Pirolo bajó de prisa y corrió a buscar al hombre que lo subió por primera vez a una pelea en Juegos Olímpicos, ocho años atrás. Su maestro Andrei Chernovenko había presenciado todo el torneo y estaba en la sala polideportiva. Lo hizo escalar el centro del encerado y allí le levantó su mano en señal de un triunfo agradecido y compartido. Los aplausos y el cariño de la afición quedaron guardados para siempre.
La historia recoge ese “tercer piñazo de Stevenson” como el último de una cadena que pudo haber llegado a cuatro títulos de no haberse ausentado Cuba a la justa siguiente en Los Ángeles 1984, en solidaridad con los países socialistas que respondieron con la misma piedra a lo hecho por Estados Unidos cuatro años atrás.
“He cumplido con mi pueblo, mi familia y mi equipo”, fueron las primeras palabras a la prensa del abanderado cubano en Moscú 1980 tras la ceremonia de premiaciones. Pocos interiorizaron en aquellos primeros días de agosto la dimensión de la proeza deportiva que había sucedió ante sus ojos. Hubo que esperar 20 años más, para que el relevo de Pirolo, el guantanamero Félix Savón, repitiera la trilogía dorada, al vencer en Barcelona 1992-Atlanta 1996 y Sídney 2000.
Días antes de la felicidad mayúscula de Stevenson y sus compañeros —aportaron seis de los ocho metales áureos de Cuba y la acomodaron en el cuarto lugar por naciones, solo detrás de los anfitriones, Alemania y Bulgaria— otras historias antillanas estremecieron la confrontación olímpica de Moscú, sobre todo la protagonizada por la jabalinista María Caridad Colón.
Fuertes dolores en la columna tras su clasificación para la final hizo peligrar la participación de la cubana en la final de la prueba, prevista para el 29 de julio. Su fuerte carácter e ímpetu indomable, obligaron al doctor Rodrigo Álvarez Cambras, a aplicarle una infiltración en el mismo estadio, minutos antes de salir a lanzar el dardo.
“Tienes que hacer el mayor esfuerzo en el primer disparo, pues no hay seguridad de que el dolor no aparezca de nuevo y tengas que abandonar la competencia”, le recomendó el médico. Así lo hizo y apostó todo al primer envío. ¡68,40 metros, récord olímpico! La muchacha de Baracoa, con apenas 22 años se convertía así en la primera campeona olímpica de Latinoamérica y adicionalmente la primera mujer de raza negra en alcanzar tal mérito en un evento de lanzamiento del campo y pista.
De regreso a Stevenson bastaría por decir que a la innegable fuerza de su pegada e inteligencia sobre el ring (301 victorias en 321 combates), le acompañó siempre la renuncia a cualquier compra de su más auténtico trofeo: el cariño de su pueblo. Así lo hizo saber en más de una ocasión, cuando intentaron proponerle que peleara en el boxeo profesional tras sus primeros éxitos en la arena internacional ante figuras que luego se encumbraron en esos torneos rentados.
Su nombre en esta viril disciplina abrió la senda triunfal de Cuba y la de los países pequeños frente a los todopoderosos, en un momento de total desprecio a los pugilistas amateurs, a quienes compraban ante el mínimo destello. Stevenson impresionó además por ser expresión de un sistema social que dignificaba al deportista en lugar de utilizarlo para jugosos intereses comerciales.
Pocos atletas en el mundo —y hablamos ahora de cualquier otra especialidad— pueden exhibir con orgullo las cualidades humanas resumidas en este boxeador historia. Modesto, fiel, intransigente y capaz de enseñar al resto de sus compañeros –y hasta adversarios- a ser humilde desde la fama.
No olvidamos tampoco su amistad con Cassius Clay (después, Mohammed Alí), el gran supercompleto del boxeo profesional estadounidense en las décadas del 60 y 70 del pasado siglo, que renunció a combatir en Vietnam cuando tal cosa parecía herejía, y estuvo a punto de protagonizar la llamada “Pelea del Siglo” con el cubano en febrero de 1979, meses antes de la lid olímpica de Moscú.
Aquel cacareado enfrentamiento puso en tensión a muchas personas y amenazó con quebrar el poderío del boxeo profesional. Se pactó a 15 asaltos, distribuidos en cinco jornadas de tres rounds cada una, a efectuarse en días alternos y ciudades diferentes. Regiría el reglamento amateur, con puntuación acumulativa de los jueces. Sin embargo, el combate nunca se oficializó. Quedó para la historia la reflexión de Mohammed Alí: «Stevenson es el mejor entre los amateurs, yo, el uno entre los profesionales. Si en el mundo hay campo para los dos, ¿por qué enfrentarnos entonces?”.
La leyenda de Teófilo Stevenson trascendió libre y sin mancha en el tiempo. Tres títulos mundiales, tres títulos olímpicos, otros decenas en eventos continentales, regionales y nacionales son apenas números que sintetizan su calidad deportiva. Su muerte el 11 de junio del 2012 dejó un vacío insustituible. Pero en cualquier recuento olímpico, su nombre no puede faltar.