Hace algunos años, cuando la entrevisté por última vez, Dominga me aseguró, con total desenfado, que era muy lindo que la recordaran por su forma de ser, pero pedía que nunca se olvidaran de su sazón. “Si es así, estaré feliz cuando muera”, dijo.
De seguro así fue el pasado 26 de julio, el día en que murió Dominga, e imagino a muchos constructores hablar del “punto” de su comida, de su vitalidad tremenda, de sus “inventos” para no sentirse vencida jamás por la ausencia de algún condimento, de su sonrisa perfecta y bondad sin límites.
Y no pocos recordarán que la tersura de sus manos y el brillo de sus uñas casi le negaban el oficio de cocinera de cientos de personas. Como tampoco olvidarán el día en que el alboroto de sus compañeros casi le impide llegar a la tribuna para que Fidel le impusiera la Orden Lázaro Peña de Primer Grado.
“Ese día el Comandante me dijo bajito que su abuela también se llamaba Dominga, algo que me repitió cuando me impuso el título de Heroína del Trabajo de la República de Cuba, en 1996”.
De pequeña sufrió duramente el rigor de la pobreza campesina y los prejuicios por el color de la piel en Consolación del Sur, justo en La Leña, un lugar casi olvidado de la geografía pinareña, y donde con solo 14 años tuvo que ensartar tabaco. Lavó y planchó grandes bultos de ropa para poder llevar algo a la numerosa familia.
Mientras hablaba de su vida, las lágrimas no dejaban de surcar su rostro. “Es que yo soy muy llorona”, me susurraba y yo no dejaba de imaginar lo difícil que le debió resultar el no poder disfrutar de las maldades infantiles ni las alegrías y deseos de la juventud. “En nada de eso ni yo ni mis hermanos podíamos pensar. Todo era trabajo… y hasta limosnas pedimos cuando mis padres enfermaron y el médico dijo que si no pagábamos, no podía atenderlos”.
Nunca se arrepintió de su primer trabajo luego del triunfo revolucionario. “Yo solo había llegado al sexto grado atrasado —como se decía en aquel entonces— y comencé como auxiliar de limpieza en empresas de la construcción. Al poco tiempo me fui de fregadora a la cocina de la Ecoi 22 y pronto ‘enganché’ como cocinera… Hasta hoy”, me refirió en la citada entrevista.
Ya por esa época —año 2005— en su centro no querían que cocinara, pues había sufrido tiempo antes un infarto —el mismo enemigo que le pr ovocar a h ace u nos d í as l a muerte—. Pero Dominga Hernández Martí era mucha Dominga y se disgustaba con sus compañeros cada vez que alguno le pedía que descansara. “Es que me parecía que me trataban como a una niña indisciplinada y hasta me daba por pensar que ya no se acordaban de mi sazón”.