Quiso la casualidad histórica que Fidel Castro Ruz y Abel Santamaría se conocieran un Primero de Mayo. Fue en 1952, dos meses después del golpe de Estado que aupó al poder al dictador Fulgencio Batista. En aquel nefasto contexto en que a los trabajadores se les prohibió realizar el tradicional desfile por la fecha, ambos jóvenes estaban inmersos en la multitud que convirtió el acto de recordación a un obrero recientemente asesinado por el régimen priísta, en una manifestación de repudio al cuartelazo.
Fidel se había hecho cargo de la acusación a los asesinos de aquel humilde trabajador y logró que los encausaran y condenaran; sin embargo, el recién estrenado batistato no solo sobreseyó el caso sino convirtió a uno de los criminales, el ya tristemente célebre Rafael Salas Cañizares, en jefe de la Policía. Era una reveladora muestra de los desmanes del régimen de facto.
Precisamente sobre los acontecimientos políticos que sacudían a la nación fue ese diálogo entre los hombres que un año más tarde serían el primero y segundo jefes de las acciones del 26 de Julio.
“Estuvimos de acuerdo en que algo había que hacer para combatir el régimen dictatorial de Batista —relató Jesús Montané, participante en el encuentro— Nos lamentamos de la inercia de algunos sectores de la llamada oposición que estaban demostrando una incapacidad manifiesta para presentarle un verdadero frente de combate a la tiranía. Se imponía la acción de la juventud ante tanta politiquería y vacilaciones. En esa conversación ya despuntaba el líder que organizaría masivamente al pueblo”.
Abel fue ganado inmediatamente por la personalidad y las ideas de quien se revelaba como el conductor de los que aspiraban a participar en una nueva “carga para matar bribones”, y en vísperas de los asaltos se le escuchó decir con júbilo y admiración, personificando en él la obra de todos: “¡Qué sorpresa le va a dar Fidel a la gente de Cuba con la Revolución!”
La impresión que causó entre aquella juventud deseosa de un guía para pasar a la acción, puede ejemplificarse en el comentario que le hizo Renato Guitart a su padre: “Conocí a un muchacho, ¡qué mentalidad! ¡Papá, ese sí es un revolucionario! Es un temperamento de mucho empuje, vive muy adelantado, se llama Fidel Castro”.
Y tal reconocimiento se sustentaba en su postura consecuente en defensa de la justicia y la dignidad, forjada desde los tiempos de estudiante universitario, y profundizada en su actuación vertical e indoblegable en la lucha política, hasta que al comprobar la imposibilidad de restablecer por las vías legales el estatus constitucional pisoteado por el golpe de Estado, decidió recurrir a la vía armada.
¿Con qué combatientes contaba para emprender ese camino?
“Si no cuentas con la clase obrera, los campesinos, el pueblo humilde, en un país terriblemente explotado y sufrido, todo carecería de sentido”, le respondió a Ignacio Ramonet, décadas más tarde, el propio Fidel.
“¿Entonces solamente contaba con el pueblo?”, fue la pregunta que le hizo el fiscal en el juicio del Moncada, y la respuesta fue la misma: “Sí, con el pueblo; yo creo en el pueblo”. Y el pueblo creyó en él y le confió sus esperanzas.
Esa fue la cantera de la que surgió una organización político-militar revolucionaria compuesta por hombres en su mayoría de procedencia humilde y muy jóvenes, que llegó a contar con más de mil militantes, adiestrados y organizados en unas 150 células. Fue la limitación de armamento la que redujo la participación en los asaltos a integrantes de solo unas 25 células. Estas tenían como principios la más férrea disciplina, discreción y compartimentación, y la disposición incondicional de sus miembros a tomar las armas y morir si era preciso en defensa de sus ideas. Muchos aportaron para la causa, con absoluto desprendimiento, todo lo que tenían, empeñaron sus salarios de varios meses, entregaron sus ahorros, donaron sus medios de vida…
De la austeridad con que se desenvolvían era ejemplo el propio Fidel. Transcurrido todo un día de recaudación, Fidel y Pedro Trigo pasaron por la vivienda del primero, cuyo niño de tres años estaba enfermo. El apartamento no tenía luz porque le habían cortado la electricidad. Fidel dejó una nota para que el pequeño fuera atendido por un médico conocido y le tuvo que pedir cinco pesos a Pedro para que en la casa compraran alimentos y medicinas, mientras ellos seguirían realizando gestiones hasta la madrugada. En esos momentos Fidel tenía en los bolsillos más de cien pesos recogidos en la jornada.
En una oportunidad expresó, en un tono jocoso, que él fue el primer revolucionario profesional del Movimiento, porque al estar dedicado por entero a esta tarea otros compañeros le ayudaban a sufragar sus gastos elementales de subsistencia. Como abogado podría haber gozado de una posición acomodada, no obstante, sus defendidos solían ser muy humildes y no les cobraba honorarios.
El suyo fue siempre un liderazgo natural. “Era un respeto y una admiración que no obedecía a una norma —explicó Melba Hernández—, surgía naturalmente de la aceptación y confianza que Fidel despertaba en nosotros por su conducta, optimismo, capacidad y fervor revolucionario”.
Emociona evocar el patriotismo que bullía en los pechos del poco más del centenar de hombres y dos mujeres que, reunidos en la granjita de Siboney en la madrugada del 26 de julio, escucharon la lectura del Manifiesto del Moncada y el vibrante poema de Raúl Gómez García Ya estamos en combate, para después, todos juntos, en voz baja, entonar el Himno Nacional, y sentir que calaba muy hondo en sus corazones, como nunca antes, la frase de que “morir por la patria es vivir”.
Los aguardaban sus puestos en la pelea: el cuartel Moncada, el Hospital Civil, el Palacio de Justicia… mientras en Bayamo otros de sus compañeros la emprendían contra el cuartel Carlos Manuel de Céspedes.
Después vendrían horas terribles, los menos caerían bajo las balas, muchos conocerían el horror de la muerte tras atroces torturas, de manos de los que habían recibido la orden criminal de matar a 10 revolucionarios por cada soldado caído; algunos como Fidel serían capturados más tarde, pero el no haber alcanzado el éxito no significó para ellos que fuese incorrecta la tesis de la lucha armada como punto de arranque de la revolución económica y social que necesitaba el país. El 26 de julio fue solo el primer paso en ese camino.
La adversidad, lejos de mellar la confianza de los combatientes en su líder, la acrecentó. Haydée Santamaría expresó con sentidas palabras lo que constituyó entonces un sentimiento colectivo: “Allí tuvimos momentos en que al no saber de Fidel queríamos en realidad desaparecer. Estábamos allí con tal seguridad de que si Fidel vivía, vivía el Moncada, que si Fidel vivía, habría muchos Moncadas, que si Fidel vivía, se encontrarían muchos Renato, muchos Gómez García, muchos Pepe Luis; que si Fidel no vivía existían, pero ¿quién los descubriría como supo descubrirlos él? Y al saber que Fidel vivía, vivimos nosotros, vivió el Moncada, ¡vivió la Revolución!”
Quienes lo juzgaron por los sucesos del 26 de Julio tal vez no comprendieron en todo su alcance la afirmación de que el autor intelectual del Moncada era José Martí. En esa frase se sintetizaba la idea de la continuidad de la obra inconclusa de nuestros libertadores, y el encargado de retomar su liderazgo, en el siglo XX, era aquel hombre que lleno de dignidad se encaró al tribunal para afirmar, con absoluto convencimiento, que, como el Apóstol, estaba actuando por mandato de su pueblo: “Condenadme, no importa, la historia de absolverá”.
El 26 de Julio se había producido el primer asalto al cielo, el mejor homenaje al Maestro en el año de su centenario. La lucha debía continuar y ya desde la prisión, con su inclaudicable optimismo, Fidel empezó a concebir los nuevos pasos para lograr ese propósito, confiado en la capacidad revolucionaria de la que consideró siempre su mejor tropa:“Si en Santiago de Cuba cayeron cien jóvenes valerosos, ello no significa sino que hay en nuestra patria cien mil jóvenes dispuestos también a caer. Búsquenseles y se les encontrará, oriénteseles y marcharán adelante por duro que sea el camino; las masas están listas, solo necesitan que se les señale la ruta verdadera”.