Todo el mundo está de acuerdo con la necesidad de que nuestra industria produzca en función de sustituir importaciones. Hasta parecería un asunto fácil de resolver, porque casi en cualquier fábrica es posible encontrar trabajadores y directivos que defienden con verdadero entusiasmo la idea de rescatar la elaboración de uno u otro renglón que antaño hacíamos y hoy tenemos que comprar en el exterior, o de echar a andar esta o aquella línea de producción novedosa.
Sin embargo, en la práctica, tales iniciativas al final casi nunca prosperan, duran muy poco o los resultados no llegan a satisfacer en su totalidad la demanda de nuestro mercado. ¿Por qué?
Las respuestas pueden ser múltiples, y quizás sea imposibles agotarlas todas. Por supuesto que hay un problema serio de restricciones materiales y de impedimentos objetivos —lo cual incluye al bloqueo— para el acceso a inversiones que permitan superar la obsolescencia tecnológica de una parte importante de la planta fabril del país.
Pero incluso cuando existen oportunidades de financiamiento, en no pocas ocasiones sobre la base de créditos externos, la ansiada sustitución de importaciones puede no llegar a fructificar. Las insuficiencias en la planificación, la falta de pericia en la negociación con los proveedores de tecnologías o materias primas, los procesos inversionistas deficientes, son algunas de las causas que con frecuencia inmovilizan recursos económicos importantes, a partir del compromiso de desarrollar industrias o realizar determinadas producciones que luego no están disponibles a tiempo para su inserción en el mercado nacional.
Esta situación obliga muchas veces a una erogación doble de divisas convertibles, pues entonces el Estado tiene que gastar dinero líquido o emplear otra parte de su capacidad crediticia en importar lo que la fábrica no llegó a producir, pero de todos modos la economía requiere para su funcionamiento. Y más que la economía, pues en la mayoría de los casos estas compras impostergables suelen ser urgencias para el consumo de la población.
Otro factor que puede frustrar esas buenas intenciones de la sustitución de importaciones son los análisis superficiales de los costos de producción de determinadas mercancías, como consecuencia de la desconexión relativa que a veces existe entre una parte de las empresas cubanas y lo que hacen o gastan sus homólogas en el mundo, así como las trampas que supone la dualidad monetaria y cambiaria para la exactitud en la contabilidad y los análisis de nuestra real competitividad a la hora de elaborar un producto cualquiera dentro de las fronteras.
La falta de encadenamientos productivos con otros eslabones de la economía, las todavía escasas garantías de que una entidad o sector consiga completar un ciclo cerrado de producción, y hasta las apreciaciones subjetivas de algún dirigente que decide adquirir en el exterior lo que podría contratar en el país —prejuicios que pueden tener incluso determinado fundamento a partir de experiencias negativas anteriores, pero imposible de justificar o de sostener en nuestras actuales condiciones económicas—, son también realidades que conspiran contra la sustitución de importaciones.
Superar todos estos obstáculos resulta, no obstante, una misión posible. Ejemplos positivos también existen en nuestra industria nacional, varias de ellas duraderas y con altos niveles de participación en el mercado interno, así como una satisfacción bastante elevada entre sus clientes. Estudiar y ampliar esas experiencias no es una opción, sino una imperiosa necesidad. Porque como casi todo en esta vida, lo primero es querer, pero con eso solo no basta.