Los problemas empezaron desde bien temprano, en 1965. La primera idea de los organizadores fue hacer el evento sin invitar a Cuba. Parecía copia fiel de lo sucedido con nuestro equipo de béisbol, impedido de asistir al campeonato mundial en Colombia ese propio año. Pero la reglamentación del Comité Olímpico Internacional (COI) no permitía tal desfachatez para citas multideportivas.
A los X Juegos Centroamericanos y del Caribe, en Puerto Rico tenían que ser invitadas todas las naciones de la región, tal y como establecía la Carta Olímpica. Cuatro años atrás (1962), las provocaciones en Kingston, Jamaica, habían inten
tado arruinar la faena de nuestros peloteros, campeones a la postre en medio de la efervescencia revolucionaria que vivió la primera delegación que intervenía en una justa del área después del 1 de enero de 1959.
Los problemas siguieron incrementándose en 1966. Luego de rodeos y dilaciones incomprensibles, el gobierno norteamericano accedió a conceder las visas para los cubanos —Puerto Rico es un estado asociado y perdería la sede de no hacerlo— con una traba adicional: los trámites para las mismas tendrían lugar en un tercer país, algo lógicamente rechazado por nuestras autoridades.
Los problemas no parecían acabarse en días previos al inicio de los Juegos. Las nuevas gestiones de los últimos meses permitieron que la delegación completa tuviera las visas, no así la autorización para pisar suelo boricua en aviones o barcos cubanos. “Sólo podrán viajar en vuelos comerciales desde México”, impusieron con cinismo los estadounidenses. Y el Comité Organizador boricua quiso limpiarse las manos como Poncio Pilatos: “Lo de Cuba es un problema de transporte en el que no podemos intervenir”, argumentaron.
Los problemas acabaron con una decisión soberana el miércoles 8 de junio de 1966. La comitiva de casi 400 personas abordó los aviones en el aeropuerto capitalino con el anuncio de que volarían hacia San Juan. Poco tiempo después, aterrizarían en Camagüey y de allí se trasladarían por ómnibus hasta Santiago de Cuba. Poco sabían la estrategia final, casi ninguno. La discreción había sido definitiva en las últimas semanas para acondicionar el buque de carga Cerro Pelado en un confortable barco de viaje.
Fidel había estado dirigiendo, como siempre, esta nueva contienda deportiva, política, cubana. Ante el pretendido y burdo aislamiento llegaríamos con nuestros propios medios de transporte a Puerto Rico. Allí, en aguas internacionales, permanecerían nuestros deportistas exigiendo su derecho a participar en la cita regional más antigua del mundo, practicando hasta el último minuto todas las especialidades, ciclismo, atletismo, boxeo, todas. Y si era preciso entrarían nadando a la sede de la competencia. Era otra decisión de ¡Patria o Muerte!
Los problemas eran otros el 11 de junio de 1966. Ni aviones ni guardacostas norteamericanos —dispuestos a confiscar nuestro barco si entraba en aguas jurisdiccionales boricuas— pudieron mellar los principios y la decoro de toda una nación. Y finalmente bajaron a tierra todos los integrantes de la delegación en lanchones con banderas puertorriqueñas, no estadounidenses como querían. Y ganaron la primera medalla antes del acto inaugural en el estadio Hiram Bithorn cuando desfilaron con su traje blanco y recibieron el aplauso estremecedor de miles de aficionados.
La hazaña deportiva del Cerro Pelado en 1966 concluyó con el segundo puesto en la tabla general de títulos, pero en la cima del continente americano quedó la rebeldía justa de Cuba por sus derechos de participar en cualquier evento internacional, donde nuestros deportistas brillan siempre con luz propia por ser los únicos campeones de la dignidad.