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Alfonso Múnera: El Caribe nuestro vive hoy uno de sus momentos cruciales

Raúl y Alfonso Múnera, Secretario General de la AEC. Segmento oficial de la VII Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate
Raúl y Alfonso Múnera, Secretario General de la AEC. Segmento oficial de la VII Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate

 

Estimado Señor Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba, Raúl Castro Ruz;

Estimados Jefes de Estado y/o de Gobierno;

Señores Ministros y Ministras de Relaciones Exteriores;

Delegados;

Invitados;

Países observadores aquí representados:

Quiero comenzar por expresar mis agradecimientos al gobierno de Cuba, a su señor Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, no solo por haber organizado esta maravillosa Cumbre, no solo por el apoyo permanente que recibí durante el ejercicio del cargo de Secretario General, sino también por el honor, Presidente, de compartir esta mesa con usted.

Quiero agradecer al G-3: Venezuela-México-Colombia, en especial a este último —mi país—, por haber confiado en mí al proponer mi nombre, y a todos los países miembros y asociados aquí presentes, porque sin ustedes hubiera sido imposible haber logrado llevar a buen término el proceso de revitalización de nuestra Asociación.

Hace cuatro años y dos meses la Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, María Ángela Holguín, fue a la reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de la Asociación de Estados del Caribe, en Trinidad y Tobago, a proponer mi nombre para el cargo de Secretario General de la Asociación de Estados del Caribe, acogido por todos los miembros. Yo recibí la buena nueva de mi nombramiento en el cuarto de un hospital de Cartagena de Indias, en el que me recuperaba, tal como se lo conté ayer a los ministros, de una delicada enfermedad que se me había presentado inesperadamente días anteriores, y que me había impedido viajar para estar presente en dicha reunión.

Lo que no supe hasta llegar a Puerto España, Trinidad, dos meses después, era que la Asociación estaba en un estado, quizás, más delicado que el mío, pudiéramos decir, que en cuidados intensivos. Hoy, a pocos días del retiro del cargo, el próximo 31 de julio del presente año, puedo decir con onda satisfacción que me encuentro muy bien de salud, y dicen algunos amigos que hasta rejuvenecido. Lo mismo me atrevería a decir de la Asociación, distinguidos Jefes de Estado y/o de Gobierno, que la Asociación se encuentra bien de salud y hasta rejuvenecida.

Han sido cuatro años de intenso trabajo de todo un equipo para lograr la revitalización de la AEC y doy fe de que lo hemos hecho con pasión y entusiasmo. Hoy se tiene un presupuesto saneado y unas finanzas en orden, una Secretaría trabajando en armonía y con equipamiento tecnológico adecuado, espacios de diálogos consolidados y un conjunto importante de proyectos en las áreas prioritarias.

Ahora bien, ¿habrá sobre la tierra geografías y poblaciones más diversas y de una mayor asimetría que las que integran el Gran Caribe, digo incluyendo las costas colombianas, venezolanas, mexicanas, y centroamericanas en general? Somos tan distintos y tan parecidos al mismo tiempo, esparcidos en casi una infinidad de pequeños territorios y, sin embargo, cuántas cosas cruciales para la humanidad han sucedido —como diría Derek Walcott, bajo estos soles eternos. Permítanme mencionar apenas dos: la primera, la llamaba Edouard Glissant, El acto fundacional. La más grande, extensa y dolorosa diáspora forzosa vivida nunca por la humanidad, la de los espléndidos seres humanos traídos vilmente del África, protagonistas de una de las historias más trágicas y sufrientes y, al mismo tiempo, no deberíamos olvidar nunca, más profundamente heroica y esperanzadora, nada menos que la de millones y millones de hombres y mujeres capaces, en una historia que dura cinco siglos, de defender, quizás, la más grande hazaña de la que tengamos memoria: su condición de seres humanos, sometidos a la más radical de las experiencias deshumanizadoras, la de la esclavitud, el racismo y la explotación despiadada, todo junto.

Sin embargo, debo agregar lo más importante, quizás por tanto sufrimiento, no lo sé, nos han legado ellos, nuestros antepasados, los que sufrieron tanto, el precioso bien de la alegría, esa fabulosa capacidad, esa manera particular que tenemos los caribeños de inventar la felicidad, de reírnos de casi todo para derrotar, muchas veces, la tristeza; pero risa que emana de una profunda sabiduría de vida, que por caminos misteriosos está plasmada en la extraordinaria riqueza de nuestra música, de nuestros bailes y aun de nuestra literatura, si no, qué otra cosa es ese gran e incomparable carnaval de la risa que es Cien años de soledad.

Hay otra segunda experiencia fundacional que no hemos resaltado con suficiencia; pero que me gusta resaltar como historiador. Me refiero a que antes que Francia, antes que las colonias del norte de Estados Unidos, en una muy pequeña isla del Caribe, en Guadalupe, se concedió por primera vez no solo la libertad, sino el derecho a ser ciudadano a todo aquel que habitara su territorio, y en la legendaria Haití, de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, por primera vez un ejército de esclavos derrotó a todos los ejércitos imperiales de la vieja Europa: al francés, al inglés y al español, para ser libres y soberanos en su tierra hasta la muerte.

Y es necesario añadir en este punto la lucha por la libertad, la resistencia ejemplar de cientos de miles de anónimos esclavos que optaron por la huida o por ofrendar sus vidas a lo largo y ancho de las tierras del Caribe, desde los días iniciales en los que se pusieron a la venta jóvenes africanos en la Plaza de la Aduana de Cartagena de Indias. De estos dos grandes hechos fundacionales, de la esclavitud y otras formas de servidumbre, de tantas otras diásporas de millones de hombres y mujeres y en íntima relación de esa lucha por la libertad, por la independencia, por la condición de ciudadanos iguales, es decir, por la dignidad de las personas, se originan todas nuestras historias políticas, nuestra radical altivez, de nuestras mejores artes, la complejidad de nuestro mestizaje, la maravillosa entonación de nuestras lenguas.

El Caribe nuestro, tan diverso, tan lleno de asimetrías vive hoy uno de sus momentos cruciales, enfrentamos desafíos gigantescos. La mayoría de nuestras islas tienen serias desventajas estructurales para competir en una economía global, controlada con demasiada frecuencia por las grandes transnacionales, desventajas que tienen que ver con el tamaño de sus poblaciones y de sus territorios; pero, además, un nuevo factor ejerce influencia creciente en sus destinos, hablo del cambio climático y de su terrible impacto sobre los recursos del mar Caribe, sobre la intensidad de los huracanas y las inundaciones y sobre toda la población, ante la amenaza real de la desaparición de sus territorios por el aumento del nivel de las aguas, en algunos más lentamente que en otros pero que, en todo caso, sin tener mucha conciencia de ello, hemos empezado ya desde hace largo rato a perder territorios.

No debería haber duda alguna que semejantes desafíos solo podrán ser enfrentados con éxito si actuamos unidos, parece una verdad de Perogrullo y, sin embargo, cuán difícil es lograrlo. Hemos avanzado, estamos avanzando, pero necesario es decirlo, no lo suficiente todavía. Esta lentitud, estas dificultades en lograr una unidad de propósito y de acción de la que tanto depende nuestra sobrevivencia futura, ha sido explicada de muchas formas en decenas de artículos y libros; pero lo que todavía no ha sido asimilado en profundidad es lo que nos parece también obvio: no lo vamos a lograr de verdad si no creamos primero un sentido de unidad en medio de la diversidad; es decir, si no construimos una identidad gran caribeña que, claro está, no excluye a las otras identidades, sino que por el contrario, se apoye en ellas, surja de ellas, las festeje, las estimule como algo apenas natural, apenas necesario.

No son los gobiernos ni sus funcionarios los que tienen que sentirse compartiendo un destino común, son los pueblos los que tienen que comprobar una y otra vez que sus emociones y sentimientos y sus prácticas culturales se originan en una historia y una geografía cuyas raíces son las mismas, porque lo que todo buen historiador sabe es que los grandes cambios solo son posibles cuando los pueblos están listos para llevarlos a cabo.

Por eso, lo más urgente hoy es hacer posible, en primer lugar, este diálogo de la cultura, que nuestros carnavales, nuestra literatura y otras expresiones artísticas, nuestra fabulosa y bien condimentada gastronomía —de la que tuvimos una pequeña muestra en el día de ayer—, circulen entre los pueblos.

Que nuestros niños y adolescentes graben en sus corazones, en la mente, la imagen imponente de La Citadelle de Haití como uno de sus templos venerables, que desaprendan la historia mal contada por siglos y que descubran en el genio de Martí, en los luminosos ensayos de Bolívar, en los ensayos de Edouard Glissant, en las novelas de García Márquez, en los poemas de Roque Dalton, en las noveles de George Lamming y Earl Lovelace, en los poemas de Derek Walcott, la patria grande de la que somos parte. Ese día nos sentiremos hombres y mujeres del Caribe, dejaremos atrás las viejas desconfianzas, los malos estereotipos y la grave ignorancia que nos ha separado por siglos y trabajaremos juntos para el bienestar de las futuras generaciones.

Pero este diálogo de la cultura es apenas el punto de partida. Sobre sus cimientos necesitaremos continuar en la incansable y perdurable labor de construir estos otros espacios de encuentros de todos los Caribes, para trabajar juntos en tareas inaplazables, en lograr la sostenibilidad de nuestro mar Caribe, en hacernos fuertes para enfrentar las muy graves consecuencias del cambio climático, en fomentar el comercio entre nosotros, en proteger el turismo sostenible, en acrecentar —esto es fundamental— nuestra conectividad.

Debo recordar que en el marco de la AEC, a partir de 2007, entre el gobierno de Panamá y el gobierno de Trinidad y Tobago se negociaron los primeros vuelos de COPA entre Trinidad y Panamá, que hicieron posible, por lo que estamos muy agradecidos, mejorar significativamente la conectividad.

Debo también decir que en el año 2012, la señora Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia se propuso ampliar la conectividad de las islas con Suramérica y —siempre es una buena noticia decirlo— se ha iniciado el vuelo entre Barbados y Colombia, y próximamente quizás podamos dar la noticia de que se inició el vuelo entre Trinidad y Colombia.

En fin, espacios de diálogo todos estos, de concertación para defender nuestras economías de los choques externos, para disminuir los crecientes índices de desigualdad, para reafirmar nuestro compromiso con la paz y para construir sociedades más bondadosas con las aspiraciones y sueños de nuestra gente más humilde.

La Asociación es un instrumento formidable para ayudarnos a materializar todos estos propósitos. Su potencial apenas se nos está revelando.

Hemos venido aquí a La Habana, uno de los grandes centros simbólicos del Caribe, a ratificar nuestra voluntad de fortalecerla, de devolverle a la AEC su razón de ser, a ratificar la vieja aspiración de quienes se reunieron hace 22 años en Cartagena de Indias para fundarla y para proclamar a los cuatro vientos su intención de unir esfuerzos, para que la inconcebible belleza de sus territorios, de su mar, de su luz se traduzcan en el logro del objetivo supremo de proporcionar bienestar a los pueblos que han recibido tales privilegios de la naturaleza.

Quiero, antes de terminar, recordar hoy a una de nuestras figuras tutelares, a uno de nuestros hombres que amó con pasión incomparable a este Caribe nuestro y que supo plasmar quizás mejor que nadie en sus escritos geniales los sentimientos y las emociones de su gente sencilla y buena. Hablo de Gabriel García Márquez, cuyas cenizas descansan desde hace un par de semanas en el antiguo Convento de La Merced, hoy claustro venerable de la Universidad de Cartagena, donde suelo enseñar desde hace más de 30 años.

Como creo que esta será mi última —creo no, es— intervención en las cumbres de la AEC, no quiero terminar sin antes volver a expresar mi más profunda gratitud a todos ustedes que hicieron mi labor sencilla y placentera; a mi equipo de trabajo, por su admirable dedicación y compromiso.

Me retiro con el sentimiento del deber cumplido, con la certidumbre de haber hecho todo lo que estaba en mis manos, en mis humildes manos por ayudar a fortalecer la unidad de los pueblos del Caribe, para alcanzar sus propósitos comunes.

Y, finalmente, volver a agradecer a Cuba. Tengo razones muy especiales, muy personales, porque —como lo he dicho siempre y lo seguiré repitiendo— en este país me han recibido siempre como si yo fuera otro cubano más.

La primera vez que vine a La Habana en 1983, vine como un joven periodista a cubrir un campeonato de boxeo, e iba por las calles cerca del Capitolio y me puse a conversar con una muchacha, advierto a conversar porque ya estaba casado, y esta muchacha me ha dicho de pronto por algo que yo dije: “Es que eso es lo que no me gusta de los santiagueros” (Risas), y no hubo forma de convencerla de que yo no era santiaguero.

De manera que, Presidente, a usted y a su hermano, a quien admiramos tanto, muchísimas gracias (Aplausos).

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