El último día que la vi estaba animada, pues había decidido dejar de fumar, luego de varios días entre la vida y la muerte. “¡Lo dejé!”, fue su saludo triunfal al verme. Lo dijo con la alegría de quien abandona una relación dependiente, de amor y odio.
Más de una vez probó y no llegó a la noche, cuando más un día: el deseo de dar una bocanada antes de acostarse la llevaba a incumplir las promesas que hacía ante su familia y consigo misma.
“Es más fuerte que yo”, repetía, cuando su hija le rogaba que lo dejara y le recomendaba que el dinero que empleaba en ese fatal vicio lo utilizara en comprarse alimentos o darse otros gustos. Maribel sabía los riesgos que corría.
Era una mujer instruida. Leyó artículos acerca de los efectos de la nicotina sobre el organismo, vio en la televisión spots que alertaban del daño que provocaba el hábito de fumar, e incluso, observó en algunos familiares las tristes secuelas de ese mal. Pero entre las personas adictas al cigarro se produce una fuerte relación de dependencia, que solo logra superarse cuando prima la voluntad personal y se asume plenamente conciencia de los daños que corren los que tienen ese vicio.
Según me contó Maribel, comenzó a fumar desde muy joven, casi adolescente. De niña a veces le encendía el cigarro a su mamá y ya en la secundaria básica en el campo, se embulló con un grupo de amiguitas y se ocultaba de los profesores para evitar que le llamaran la atención.
Pensó dejarlo, pero después su primer novio, años más tarde esposo, también fumaba y la indujo a seguir con esa fatal adicción. Juntos gastaban más del 50 % del dinero que ingresaba en el hogar en cajetillas de Popular. “¡Si lo hubiéramos puesto en un banco, tuviéramos unos cuántos miles de pesos!”, comentó riéndose en ese entonces ya sus uñas tenían el color amarillo de la nicotina y sus pulmones se encontraban seriamente dañados.
La decisión la tomó el día en que ingresó en el hospital debido a una insuficiencia respiratoria aguda. Los médicos apenas contaron con ella. Permaneció en terapia varios días y al retornar a la sala, ya, recuperada, lo primero que hizo fue pedir una “fumadita”. A principio el esposo no quiso complacerla. Estaba absolutamente prohibido, podía retroceder su cura.
Sin embargo, a escondidas de médicos y enfermeras, logró probar el cigarrillo. Contrario a lo que imaginaba no le pareció tan bueno como otras veces. Repitió y fue cuando uno de los doctores la vio y le dijo: “si vuelves a fumar, no vas a tener oportunidad de sobrevivir”.
Lloró. Le pareció que el médico había sido demasiado rudo con ella. Colocó la cajetilla bajo la almohada y percibió la nicotina entrándole en la piel. Al otro día se dirigió hasta el balcón de la sala donde estaba y encendió un cigarro. Fumó una o dos veces, lo apagó y fue al baño: en el cesto echó la cajetilla con el resto de los cigarros.
Esa fue la última vez, Increíblemente, más sencillo de lo que hubiera podido parecer, después de haber estado fumando más de la mitad de su vida. Incluso llegó a molestarle que alguien se acercara a ella con un tabaquillo en sus manos. Entonces comprendió a aquellos que se quejaban, porque de alguna manera también se convertían en fumadores pasivos y tenían que pagar justos por pecadores.
Lamentablemente tuvo que encontrarse en una situación límite para que dejara de fumar, pero era demasiado tarde. Al mes volvió a agravarse y pese a todos los esfuerzos médicos, fue imposible salvarle la vida. La triste (y real) historia de Maribel a veces lo tenemos de nuestro lado; son personas queridas, profesionales que están en lo mejor de sus capacidades, madres o padres aún con hijos por criar, que pueden dar el salto al NO FUMAR si se lo proponen a tiempo.