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Teatro que alumbra mundos

En Éxtasis, Flora Lauten es protagonista de un demandante ejercicio interpretativo. El regreso de la actriz a los escenarios ha sido motivo de satisfacción para los seguidores de Teatro Buendía. | fotos: Del autor
En Éxtasis, Flora Lauten es protagonista de un demandante ejercicio interpretativo. El regreso de la actriz a los escenarios ha sido motivo de satisfacción para los seguidores de Teatro Buendía. | fotos: Del autor

Dos grupos emblemáticos presentaron sus más recientes estrenos en las últimas jornadas de la temporada Mayo Teatral 2016: Teatro Buendía subió al escenario de su sede con Éxtasis, un homenaje a la madre Teresa de Jesús; y Teatro de las Estaciones estuvo en la sala de la Orden Tercera con Los dos príncipes, romance a partir del célebre poema homónimo de Martí sobre una idea de Helen Hunt Jackson.

Las dos agrupaciones, se sabe, defienden estéticas singularísimas: sus puestas —pensadas hasta el detalle, sustentadas en serios procesos investigativos— devienen entramados de poderosa carga metafórica y conceptual… sin que se descuide nunca eso que algunos llaman “el envoltorio”. Todos los que han visto espectáculos de estas compañías convendrán en que son también propuestas de refinada plasticidad; teatro de atmósferas.

Flora Lauten regresa a las tablas encarnando a una de las más apasionantes figuras de la Iglesia y la literatura: la madre Teresa de Jesús (1515-1582), quien —como apunta uno de los personajes en el montaje— a estas alturas sigue siendo polémica.

Fíjense en el verbo: “encarnar”. Lauten va más allá de una interpretación lírica y canónica. No es la santa (suficientemente recreada por piadosas obras eclesiásticas y seculares); sino más bien la mujer, criatura matizada por las dudas y la vocación, cuerpo en trance, ejemplo de entereza ante la adversidad y el prejuicio.

Los textos de Raquel Carrió, Eduardo Manet y la propia Lauten jerarquizan hitos en la vida de la célebre mística, sin pretender hacer un recuento biográfico. Hay mucha poesía, que dialoga sin fórceps con nuestra cotidianidad (cambian las circunstancias, sin embargo el hombre tiene ante sí retos eternos).

La puesta en escena rehúye de barroquismos: se va a las esencias, todo está puesto en función del itinerario (sentimental, místico, intelectual) de la protagonista. Mas sencillez no es sinónimo de ligereza: hay una densidad de fondo, una enjundia que otorga solemnidad y nervio a cada escena… sin que nunca llegue a resultar atorrante.

Alguna que otra vez asoma cierto didactismo, sobre todo a la hora de especificar fechas y acontecimientos, aunque en sentido general no se compromete la línea narrativa.

Aplausos para los intérpretes que acompañan a Flora Lauten en esta entrega: no hay resquicios ni puntos muertos en sus desempeños. Pero este es, mayormente, el ejercicio de una actriz consagrada: la imagen y la voz de Flora en los monólogos emocionan por su fuerza y por su verdad. Será (ya es) un hito.

Los dos príncipes, por Teatro de las Estaciones.

Éxtasis pudiera parecer acto de fe, concretado más allá de la dimensión puramente religiosa; y deviene, también, testimonio de la más fecunda humanidad.

Lo triste, lo hermoso

Suerte que haya tanta gente que todavía crea en el poder renovador de la belleza: Rubén Darío Salazar y su Teatro de las Estaciones, por ejemplo. Los dos príncipes, el romance inspirado en poema homónimo de José Martí para La Edad de Oro, es una pequeña joya, en la que confluyó la maestría y la sensibilidad de un equipo inspirado.

Desde el mismísimo texto, esos versos de María Laura Germán Aguiar que tributan al estilo indeleble de Martí. Se trata de contar los antecedentes de la triste historia (cómo se conocieron, cómo y por qué murieron los dos jóvenes) en una sucesión que reserva algunas peripecias inesperadas.

Pero la esencia está intacta: aquí se habla de las diferencias de clases (con toda la injusticia que implican) y de la forma en que el amor y el dolor pueden borrar ciertas fronteras. La muerte, de alguna manera, nos iguala.

Y luego están los maravillosos diseños de Zenén Calero: siluetas, figuras, vestuario… que evocan una visualidad que nunca pasará de moda: la de los cuentos infantiles de cierta tradición, con sus príncipes y plebeyos, sus castillos y cabañas.

El quid está en el modo en que Teatro de las Estaciones revalida ese legado. Parte de un presupuesto: lo hermoso es por esencia universal y puede (debería) ser portador de valores atemporales, imprescindibles en los tiempos que corren.

Hay que destacar la capacidad de Rubén Darío Salazar para articular tantas técnicas y elementos en un espectáculo armónico. Y esa imaginación pródiga que siempre logra sorprender en sus juegos escénicos.

Los actores se desdoblan constantemente y están a la altura de sus personajes y de las disímiles demandas del montaje: teatro de sombras, manipulación de títeres y elementos escenográficos, pautas coreográficas y musicales.

Quizás hubiera sido mejor que al final no cantaran el poema musicalizado. Hay que decirlo: en su mayoría no son cantantes experimentados, en ese sentido no le hacen honor a la partitura original de Reynaldo Montalvo (la banda sonora, por lo demás, es exquisita).

Pero este señalamiento se nos antoja ínfimo ante tanto vuelo. Los dos príncipes rompe con ideas preconcebidas sobre los espectáculos que pueden disfrutar los niños: el drama, la tragedia, lo triste, también calan en tempranas sensibilidades. El mundo es demasiado complejo y el teatro sirve para alumbrarlo.

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