Por su sencillez y modestia, Celia Sánchez Manduley dejó su impronta en quienes tuvieron el privilegio de trabajar cerca de ella, de tal modo que no obstante los años transcurridos desde su desaparición física, todos la recuerdan con infinito cariño y el pesar de haberla perdido cuando aún no había cumplido los 60 años de edad y le quedaba mucho por hacer.
Nacida el 9 de mayo de 1920, fue de las personas que llegan al mundo para dejar una estela de amor a su paso. Bien lo saben los niños campesinos de la Sierra que trasladó a La Habana con el objetivo de que estudiaran y se prepararan para la vida. También Eugenia, la hija de Palomares, caído en Palma Mocha, en agosto de 1957, quien al partir a cada combate pedía a todos ocuparse del ser que aún latía en el vientre de su madre; y los niños y niñas que poco después del triunfo revolucionario trajo consigo con vistas a que se labraran un futuro diferente.
Lo saben asimismo las muchachas, igualmente campesinas, que becadas en la capital un día seleccionó para adiestrarlas en el desempeño de tareas importantes; entre ellas la de taquimecas en el Palacio de la Revolución, y la integración de un equipo dedicado a la conservación y protección de la documentación de la guerra, paciente labor de recopilación emprendida por ella desde el inicio de la lucha de liberación, materializada años más tarde con la creación de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado.
Como madre amorosa
Celia no tuvo hijos, pero en la atención a aquellos niños y adolescentes dio rienda suelta a un infinito amor maternal. Ellos fueron objeto de su constante preocupación y desvelo: se mantenía al tanto de sus problemas personales; se ocupaba de que mantuvieran estrecho vínculo con los familiares; asistía a las reuniones de padres en las diferentes escuelas donde cursaban estudios; les exigía respetarse mutuamente y llevarse como hermanos; les escuchaba y aconsejaba cuando tenían un problema, y en la medida en que fueron convirtiéndose en hombres y mujeres se mantenía al tanto de sus amores y desengaños.
Una de ellas, María Muguercia Delabat, la evoca “amable, cariñosa como una madre, y exigente como deben ser también las madres. Detestaba la mentira y le gustaban las cosas bien hechas, el trabajo serio. Como trabajadoras, tuvimos una formación creo que excepcional, por ser ella la responsable directa de nuestro quehacer; nos exigía continuamente y había que hacerlo con sencillez, con modestia, discreción y ese amor tan grande hacia Fidel y la Revolución que la caracterizaron”.
Un altar de la Revolución Noemí Valera Castillo rememora que Celia quería dotar a la oficina de profesionales científicamente preparados, con dominio de las técnicas más modernas de la época en lo concerniente a la conservación. Y les exigió ese adiestramiento, lo cual “cumplimos con creces porque nos superamos y la mayoría de nosotras obtuvimos categoría científica trabajando en este lugar.
“Eso es lo que ella hubiera querido, para ponerlo en función del trabajo y contribuir a que la historia se escriba con todo rigor y exactitud, lo cual requiere profesionales bien preparados, con conocimientos científicos, capaces de emitir valoraciones, y de gran modestia”.
Entre los recuerdos que sobre Celia atesora Nelsy Babiel Gutiérrez, se encuentra su llegada a los puestos de trabajo de los compañeros, a quienes preguntaba por su estado anímico o de salud, se interesaba por cómo estaban sus familiares, quienes se hallaban lejos, y si tenían algún problema.
Asegura que eran incapaces de presentarle una situación personal, pero ella se preocupaba por todo. Por ejemplo, nos celebraba los cumpleaños y si alguna se iba a casar quería saber con quién y las cualidades de la persona escogida.
“En mi caso, trabajar por más de 13 años su fondo personal me dio la posibilidad de conocer más profundamente su pensamiento y forma de actuar, el modo en que atendía a las personas, su preocupación y ocupación por la conservación de los documentos, pues, como planteó Fidel, la historia es la raíz de la nación. Todo eso ha influido en nosotras de alguna forma, y nos ha marcado para la vida, incluso en el ámbito familiar, porque la formación política e ideológica que nos dio, y la discreción que nos inculcó, nos permitieron comprender que lo primero es preservar las ideas de Fidel.
“Nos sentimos orgullosas cuando alguien visita esta oficina y nos dice que es como un altar de la Revolución, por cuanto atesora y el modo en que se defiende”.