La principal preocupación que tal vez exista sobre la actualización del modelo económico cubano sería hasta dónde los resultados de las medidas que hasta el momento se aplicaron llegaron a un tope de sus posibilidades.
Es cierto que el programa de transformaciones, por una u otra razón, no está ni mucho menos completo, lo cual podría influir en que la interdependencia de todos los factores en la economía ponga límites a la efectividad de lo hecho, al no hallar su complemento en cambios todavía pendientes.
La verdad es que el principal indicador sintético, aun con sus imperfecciones, de la eficacia de una economía, que es su tasa de crecimiento, está lejos de llegar a los ritmos que los especialistas —y otras experiencias internacionales— validan como el óptimo para alcanzar un despegue.
Los expertos coinciden en que hay una correlación directa entre ese incremento del producto interno bruto y los niveles de inversión, en particular en bienes de capital, los cuales distan mucho de ser suficientes para estabilizar una tendencia creciente al desarrollo.
Hay coincidencia también en que el logro fundamental de los últimos cinco años está en el terreno del saneamiento de nuestras finanzas externas y toda la disciplina conseguida en el pago de nuestros compromisos internacionales, que cimenta las bases para la obtención de créditos en condiciones más favorables y con mayor estabilidad, y para la atracción e impulso que necesita la inversión extranjera, más allá de las regulaciones jurídicas que la faciliten.
Pero de cara a la ciudadanía todavía el impacto de las transformaciones no es lo que la gente espera. No quiere esto decir que no existan sectores poblacionales que ya reciben beneficios concretos de las nuevas políticas. Sin embargo, aún estos efectos positivos no son mayoritarios, y puede que en determinados casos haya un estancamiento o deterioro de la calidad de vida en algunos grupos más vulnerables. Ello ocurre, sobre todo, entre quienes dependen de la jubilación o de su salario, que dista de ser el principal estímulo para el trabajo —solo representa el 46 % de los ingresos de la población—, y redujo su capacidad de compra sustancialmente, como efecto lógico de la supresión y disminución de subsidios y gratuidades.
Pasos importantes que sin duda son avances requieren de una profundización en su alcance. En el propio sector no estatal, quizás entre las medidas más visibles, el trabajo por cuenta propia comienza a dar señas de que necesita nuevas ampliaciones en las actividades; y las cooperativas no agropecuarias no avanzaron lo suficiente, ni en su cantidad, ni en el peso económico de sus fines o en la madurez de lo que representa ser socios.
Las modificaciones más esenciales en el campo de la empresa estatal todavía pueden demorar un tiempo para su consolidación.
Conseguirlo pasa por una participación real de los colectivos en la gestión económica, una superior exigencia administrativa y sindical, así como la evaluación y progreso de las aptitudes de nuestro empresariado, y del debate público y constante sobre la consistencia y efectividad de las medidas que buscan esa descentralización de funciones y mayor autonomía.
La salida o el efecto final que probarían el éxito o apropiación completa de ese paquete de cambios en el mundo empresarial, sería en última instancia una mayor oferta de bienes y servicios a precios más asequibles, o al menos en mejor concordancia con los ingresos de los trabajadores.
De modo que estamos en el camino, pero a la mitad o menos de lo que queríamos, en dependencia de quien valore el avance. Lo trascendente, entonces, es qué debemos hacer para continuar, y cómo combinar a tiempo todos los eslabones del engranaje económico, para que un retraso en una materia no afecte el adelanto en otra, y que no existan —como a veces pedimos con los precios del mercado agropecuario— resultados topados.