Hassan Pérez Casabona
Uno trata de imaginar el estupor que provocaron entre amigos y familiares -a sabiendas de que es difícil captar la magnitud de aquel acontecimiento embrionario- aquellos implementos traídos por los hermanos Guilló en su equipaje, los cuales eran prácticamente desconocidos en el propio suelo norteamericano, a su regreso de Alabama.
Todavía estaba lejos de ser el béisbol la pasión nacional en Estados Unidos, Cuba, el Caribe y en tierras lejanas como Japón, Corea o Taipei, e incluso alcanzar un espacio en el corazón mismo de la Vieja Europa (distante es cierto, en el fabuloso misterio de desatar polémicas e imantar a multitudes, como sucede en las geografías mencionadas), cuando los jóvenes Nemesio y Ernesto (a los que se unió también Enrique Porto) colocaron 152 años atrás, luego de sus andanzas estudiantiles en el Springhill College de Mobile[1], los cimientos de uno de los rasgos con que, en lo adelante, nos identificaríamos con mayor fuerza los nacidos en este archipiélago: el amor a la pelota.
A partir de entonces el deporte de las bolas y los strikes estaría presente, de una u otra manera, en los más diversos avatares en los que se enroló nuestro pueblo, en el arduo proceso de fraguar su identidad como nación.
Desde la manigua redentora (piénsese, por citar solo dos ejemplos, en la incorporación al mambisado de Emilio Sabourín y Esteban Bellán, ambos fundadores en 1868 del pionero de los conjuntos en la Isla, el Habana Base Ball Club, al tiempo que Bellán fue el primer latinoamericano en disparar tres cuadrangulares en un choque, en el célebre encuentro del Palmar de Junco el 27 de diciembre de 1874, y en intervenir en los circuitos profesionales estadounidenses) hasta la actualidad, lo que ocurre dentro de los diamantes de juego ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cubanos.
De igual manera la pelota constituye, desde el alumbramiento en estos predios, uno de los grandes embajadores de la cultura antillana, capaz de tender puentes con otras realidades sociales, sobre la base de intercambios que siempre desbordaron lo meramente atlético.
La impronta del béisbol cubano es perceptible allende nuestras fronteras. Posee tanta energía, que rastreando esa huella nos aproximamos a la historia misma del surgimiento de esta disciplina, en muchos de los países bordeados por las aguas cristalinas de ese Marenostrum que es el Caribe.
No en balde varios de los principales analistas en la materia afirman que, aunque este deporte surgió en Estados Unidos, fuimos los cubanos los encargados de su difusión internacional, al menos en el área donde con más vehemencia se asumen los asuntos beisboleros.
La propia Enciclopedia del Béisbol Mexicano, escrita por Pedro Treto Cisneros, reconoce que fue nuestro compatriota Fernando Urzaíz quien introdujo esta disciplina en aquellos lares, a principios de 1890, cuando llegó con su familia a Yucatán en la corbeta española “Ciudad Condal”, procedente de La Habana. Se apoyó en dicha labor en la ayuda de sus hijos, enseñando así las esencias de una actividad totalmente desconocida entonces entre la afición mariachi.
Ese mismo año otro cubano, Braulio Sánchez, quien disponía de una local de lavado en las inmediaciones del Teatro Municipal de San Juan, se juntó con varios amigos para explicarles los pormenores de esta modalidad. Otra versión indica que fue el hijo de un diplomático español, trasladado desde La Habana, quien lo divulgó entre los puertorriqueños.
Lo cierto es que, en uno u otro sentido, el papel de los nuestros en la Isla del Encanto se hizo sentir a tal punto que, cuando se desarrolló el 14 de junio de 1896 el primer choque profesional en la tierra vecina, se decidió que se enfrentaran las novenas bautizadas como “Borinquen” y “Almendares”, en honor este último al elenco fundado en 1878 por los hermanos Carlos y Teodoro de Zaldo –luego de cursar estudios en el Fordham College del Bronx-, que se unieron con otros amigos para llevar adelante dicha aventura.
En República Dominica se repitió la historia, esta vez mediante los hermanos Ubaldo e Ignacio Alomá Ciarlos, oriundos de la sureña provincia Cienfuegos, que a la altura de 1891 participaron en la organización de un choque entre los equipos de “Ozama” y “Nuevo Club”, que en 1907 experimentaron un declive en la medida que comenzaba la aureola del Licey y, posteriormente del Escogido, nóminas que continúan marcando la pauta del potente béisbol quisqueyano.
Otro tanto tuvo lugar en Venezuela, donde el cubano Emilio Cramer, unido a sus coterráneos Adolfo Inchausti y los hermanos González, alcanzaron notoriedad al fundar en 1895 el Caracas Baseball Club, empeño en el que también participaron, entre otros, los locales Mariano D. Becerra, Augusto Franklin y Alfredo Mosquera.
A propósito de la preponderancia que en los últimos años tienen los exponentes caribeños en la Gran Carpa (representantes del merengue a la vanguardia), con varias de las estrellas más rutilantes en todas las posiciones, me parece útil precisar que cuando debutó en 1933 Baldomero “Melo” Almada, el primer mexicano en la Major League Baseball, 19 peloteros nacidos de San Antonio a Maisí ya habían incursionado en esos circuitos, mientras que 22 ya tenían experiencia en aquellos torneos antes de que Alejandro “Patón” Carrasquel inaugurara el apartado de los venezolanos a ese nivel.
En 1942 el lanzador boricua Hiram Bithorm hizo época como el primer puertorriqueño en dirimir juegos en condición de Big Leaguer, pero ya 26 peloteros procedentes de la Mayor de las Antillas acumulaban esa experiencia. La cifra se incrementó notablemente en el momento en que Osvaldo “Ozzie” Virgil, en 1958, se convirtió en el quisqueyano que inauguró la presencia de ese país en la máxima categoría beisbolera, pues nada menos que 69 jugadores del verde caimán habían desandado en ese entonces por conjuntos de ambas ligas dentro de las Mayores, lo que patentiza inequívocamente la calidad de nuestros peloteros en todas las épocas.
“Si Méndez fuera blanco…”.
La historia recoge múltiples intercambios entre elencos de las Grandes Ligas y conjuntos cubanos, en modo alguno el único acápite donde se reflejaron las relaciones entre jugadores de ambos países, considerando, por un lado, el sin número de peloteros cubanos que se desempeñaron en las llamadas Ligas Negras (habida cuenta de la terrible segregación impuesta en la MLB, que impidió que extraordinarias figuras con la piel oscura, entre ellos José de la Caridad Méndez, El “Diamante Negro”; Alejandro el “Caballero” Oms, Cristóbal Torriente y Martín Dihigo, el “Inmortal”, pudieran adentrarse en esos formatos competitivos hasta que “formalmente” [2] Jackie Robinson lo hiciera el 15 de abril de 1947 con los Dodgers de Brooklyn) y la nada despreciable cifra de beisbolistas estadounidenses que intervinieron en los distintos torneos de la Liga Cubana Profesional[3], a lo que habría que añadir, por ejemplo, la incorporación a partir de 1954 del conjunto antillano Cuban Sugar Kings, creado por Boby Maduro, en la llamada Liga Internacional, que desde su fundación en 1949 incluyó a conjuntos de Estados Unidos y Canadá. [4]
Repasando solamente algunos de los choques entre novenas de la más alta jerarquía y formaciones de casa, tenemos los que se efectuaron ente octubre y diciembre de 1908. El día 10, jornada sagrada para la nación cubana, los alacranes del Almendares derrotaron a los entonces Brooklyn Royal Giants, 3 carreras por 2, con una soberbia demostración del Diamante Negro, quien propinó 12 ponches y regaló únicamente dos bases por bolas. Dos semanas más tarde, exactamente el día 26, los visitantes tomaron desquite derrotando a Méndez 4×2.
Transcurrido apenas un mes, y luego de vencer los visitantes en su debut a los leones del Habana, se celebró una serie entre los almendaristas y los famosos Rojos de Cincinnati de la Liga Nacional. En esa oportunidad volvió a ser el matancero Méndez la figura de los nuestros, venciendo en par de ocasiones al potente conjunto de las Grandes Ligas, al punto que les propinó 25 escones consecutivos sin anotaciones, con 24 ponches, solo 8 hits permitidos y tres pasaportes regalados. [5]
En 1909 los afamados Tigres de Detroit se trasladaron a la capital cubana para medirse en varios partidos con los conjuntos Habana y Almendares, luego de imponerse ininterrumpidamente en la Liga Americana en las ediciones de 1907, 1908 y 1909, si bien no pudieron obtener el título en la denominada Serie Mundial, pues cayeron en los dos primeros años ante los Cachorros de Chicago (el conjunto de la Ciudad de los Vientos no triunfa en el `Clásico de Octubre´ desde aquella ocasión) y luego sucumbieron frente a Pittsburgh.
En el intercambio, los elencos cubanos se llevaron la mejor parte triunfando en 8 de los 12 encuentros celebrados, sobresaliendo el también lanzador yumurino Eustaquio “Bombín” Pedroso.
Unos días después una selección de estrellas de las Grandes Ligas, entre las que se incluyó el inicialista de New York Fred Merkle, el tercera base de los Cachorros Arthur Hoffman y el monticulista Addie Joss, de los Indios de Cleveland, se enfrentó también a los almendaristas en cinco desafíos, ganando los del norte solo en dos ocasiones.
Comenzaban de esta manera un camino que apenas tiene como referencia en las últimas cinco décadas, antes del encuentro con el Tampa Bays Rays en el Latinoamericano, los partidos en 1999 frente a los Orioles de Baltimore, el 28 de marzo, en el Coloso del Cerro, y el 3 de mayo, en el Camden Yard. [6] (continuará)
Notas, citas y referencias bibliográficas.
[1] El ensayista cubano Roberto González Echevarría, profesor desde hace décadas en la Universidad de Yale, escribió sobre ese momento: “Al día siguiente de llegar, los tres ya estaban jugando pelota en El Vedado, frente a los baños públicos propiedad de un tal Don Ramón Miguel. Al principio el juego consistía en fonguear (lanzar uno mismo la pelota al aire y darle con el bate) y el batazo se convertía en un hit o en un tubey, según adonde llegara la bola; el out podía sacarse esperando que la pelota cayera, tras haber golpeado la copa de un árbol. En la misma zona, otros grupos de jugadores empezaron a organizarse en torno a jóvenes que regresaban de Estados Unidos. Usaban pantalones de algodón crudo, camisas blancas y llevaban un pañuelo al cuello que podía ser rojo o azul, según el bando”. Roberto González Echevarría: La gloria de Cuba. Historia del béisbol en la isla, Editorial Colibrí, Madrid, 2004, p. 182.
[2] Uno de los intelectuales norteamericanos que más ha profundizado en estas cuestiones señala (aspecto corroborado sin duda alguna) que antes de la llegada de Robinson hubo varios jugadores de piel oscura que los dueños de equipos presentaron como “blancos”, en la misma medida que el arribo del estelar segunda base, no garantizó de plano que se desterraran los prejuicios raciales. Refiriéndose a los cubanos Rafael Almeida y Armando Marsans, firmados en 1911, explica: “…la gerencia de los Rojos de Cincinnati trató de reunir, concienzudamente, documentos provenientes de Cuba que demostraran la `blancura´ de los nuevos jugadores. (…) El parque de béisbol de los Rojos estaba lleno hasta el tope el día en que Almeida y Marsans hicieron su debut en grandes ligas. Nadie se sorprendió cuando alguien gritó: `¡Saquen a ese negro del campo! Era una frase bien conocida para los aficionados al béisbol; la había hecho famosa en 1884 el racista blanco Adrian Constantine Cap Anson, el jugador de pelota blanco más importante de su época, después mánager de los Medias Blancas de Chicago. Cuando Anson vio a Fleetwood Walker entrar al campo por los Medias Azules de Toledo -1884 (HPC)-, pronunció la frase racista y amenazó con cancelar el partido si Walker no se iba”. Con relación a la persistencia de la discriminación, apunta: “El color de la piel siguió siendo el elemento principal de la toma de decisiones hasta mucho después de la Segunda Guerra Mundial. (…) Incluso cuando los afronorteamericanos y los latinos de piel oscura creían -después de la entrada de Robinson (HPC)- que su hora había llegado, se requirieron unos doce años más y grandes protestas públicas para que el color de la piel le cediera el lugar al talento. James D. Cockcroft: Latinos en el béisbol, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005, pp. 9-13.
[3] No es el propósito del presente trabajo, en modo alguno, examinar de manera detallada la presencia de jugadores estadounidenses en los campeonatos profesionales antillanos celebrados entre 1878 y 1961. Únicamente mencionaré, a guisa de ejemplo, algunos casos significativos, por estar vinculados con la obtención de liderazgos en esos certámenes. Ello ocurrió, en el caso de erigirse como champion bate, con Johnny Wilson, quien ganó esos títulos con el Habana en 1926 y 1928. En la temporada 1936-1937 se alzó, con los leopardos de Santa Clara, Harry Williams; mientras que Sammy Bankhead, con el mismo conjunto, lo hizo en la campaña siguiente. Lloyd Davenport se llevó la corona simultaneando en el campeonato de 1945-46 con el Habana y el Almendares. Lou Klein, de los leones habanistas, triunfó en la edición posterior, mientras que Harry Kimbro se impuso en 1948. Bert Haas, con el uniforme de los rojos, bateó más que nadie en 1952, al tiempo que Rocky Nelson (quien gozó de la simpatía del público) se erigió como el más efectivo con la madera en 1954 defendiendo a los alacranes. Milton Smith, de los tigres de Marianao, fue el último pelotero procedente de esa nación en comandar el promedio ofensivo, al conseguir average de 320, en la campaña de 1957-58.
[4] En 1959 los Sugar Kings tuvieron un desempeño fabuloso dentro de la Liga Internacional. El 14 de abril el Comandante en Jefe inauguró dicha temporada, al igual que la “pequeña” Serie Mundial, el 1 de octubre, en la que se impusieron los reyes del azúcar. Uno de los estudiosos más profundos del deporte cubano escribió, profundizando en la manera en que desde los Estados Unidos se manejó integralmente cada asunto después del triunfo revolucionario, incluyendo el béisbol, que: “Después de varias amenazas, durante el primer semestre de 1960, por parte del comisionado de las Grandes Ligas, Ford Frick y del comisionado de la Liga Internacional, Frank Shaughnessy, se le quita la franquicia a La Habana de los Cuban Sugar Kings el 8 de julio de 1960, dos días después que el presidente de Estados Unidos ha rebajado 700 mil toneladas de azúcar de nuestra cuota azucarera, y a siete de la intervención de las empresas petroleras Shell y Esso, al negarse a refinar el petróleo soviético que debía entregarle el Instituto Cubano del Petróleo. El pretexto utilizado por Shaughnessy es `… para proteger a nuestro jugadores. Tenemos que protegerlos y la única forma de hacerlo es sacarlos de allí… La situación de Cuba me ha obligado a adoptar esta decisión´. De ahora en adelante la franquicia pasa a la ciudad de Jersey City y los Cuban Sugar Kings jugarán con otro nombre”. Carlos E. Reig Romero: “Primer inning del béisbol revolucionario”, en: Con las bases llenas (Félix Julio Alfonso López, coordinador), Editorial Científico-Técnica, La Habana, 2008, p. 4.
[5] Otro experto señala sobre estos éxitos: “Eufórico y muy seguros de sus hazañas, los Rojos esperaban apabullar, virtualmente, a cuanto equipo le situaran delante, ya fuera de nativos o combinados, con su poderos maquinaria. (…) Incluso los cronistas deportivos de la época imbuidos de esos sentimientos de inferioridad que nos han inculcado a los nacidos por debajo del río Bravo, o sea, a los países de la América hispana, tampoco concedían ninguna posibilidad de victoria al equipo criollo contra la escuadra escarlata, unido a la indudable aureola de éxitos que venía presidiendo a este equipo, como algo casi sobrenatural e imbatible. (…) Pero qué sorpresa tan agradable tenían reservada aquellos muchachos discípulos de Céspedes, Agramonte, Martí, Maceo, etc.… (…) Por tanto, gloriosas fueron las espesas lechadas que el grandioso Méndez propinó a los Reds, ante los famosos toleteros de la talla de Kane, Huggins, Lobert, Mitchell, Hoblitzell y otros muchos, los cuales no pudieron descifrar las rectas electrizantes, y las curvas endemoniadas de aquel `negro´ que no creyó en la fama de la que venían precedidos”. Alfredo L. Santana Alonso: Un astro del montículo. El diamante negro, Editorial Científico-Técnica, La Habana, 2009, pp. 27-28.
[6] En los primeros años de la pasada centuria esos encuentros resultaron comunes. “De 1908 a 1911, los equipos de las ligas mayores de piel blanca solo ganaron la mitad de los partidos en Cuba: 32 de 65 partidos, con uno que terminó en empate. Méndez acumuló 8 de los juegos ganados por cubanos. Años antes John McGraw había dicho que ofrecería 50 000 dólares para que firmaran al gran lanzador cubano José el Diamante Negro Méndez y su cátcher Miguel Strike González, si hubieran sido blancos”. James D. Cockcroft: Latinos en el béisbol, Ob. Cit., p. 18.