Por Elizabeth K. Carvajal Suárez, estudiante de Periodismo
Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, iniciador de la guerra independentista cubana en el siglo XIX, recordado por la historia como el Padre de la Patria, con 54 años fue asesinado, en la finca San Lorenzo, cercana de la Sierra Maestra, en la región oriental del país, donde pasó los últimos 34 días de su vida. La tropa española que el 27 de febrero de 1874 le dio muerte, aprovechó la franca desventaja de quien con su arma y sin escoltas se enfrentó una vez más a una fuerza mayor.
El día de su caída en combate se cumplían exactamente tres meses de su deposición como Presidente de la República en Armas, cargo que ocupó desde la Asamblea Constituyente de Guáimaro, el 10 de abril de 1869.
El momento propicio para que la Cámara de Representantes, presidida por Salvador Cisneros Betancourt, ejecutara la resolución de remover a Céspedes como líder del Gobierno en armas, fue la muerte de Ignacio Agramonte y Loynaz, el 11 de mayo de 1873, en los potreros de Jimaguayú, en Camagüey. Esta orden de la Cámara demostró la valía de un hombre que, por defender sus ideales de libertad, en numerosas ocasiones enfrentó las corrientes opuestas al independentismo.
Un ejemplo de ello lo constituye su encarcelamiento, en 1852, en la prisión del castillo de San Pedro de la Roca, en Santiago de Cuba, acusado como desafecto a España. También reconoció el error de dilatar el alzamiento armado durante la gestación revolucionaria, por lo que el 10 de octubre de 1868 se levantó en Demajagua, ingenio azucarero de su propiedad, como muestra de la radicalización de su pensamiento.
Esa gloriosa acción devino respuesta activa a las intenciones que en lo sucesivo impulsaron cada uno de sus actos. Con la bandera, confeccionada por Candelaria Acosta Fontaigne, Cambula, uno de los amores que marcaron su vida, iniciaba una nueva etapa en la historia de Cuba. El alzamiento fue acompañado por un manifiesto y la liberación de su pequeña dotación de esclavos, como símbolo de la igualdad que pretendía para todos los cubanos.
Lo acontecido al día siguiente en el poblado de Yara, evidenció la imagen de un carácter forjado para quebrantar los desánimos. Tras el fracaso de ese primer enfrentamiento y la existencia de un reducido número de patriotas, Céspedes exclamó: “¡Quedan doce hombres, bastan para hacer la independencia!”
Con ese mismo temperamento prefirió entregar a las llamas a la ciudad de Bayamo, primer territorio liberado por sus tropas, cuando fue inminente el choque de una columna española con el joven e inexperto Ejército Libertador. En la Asamblea de Guáimaro defendió fervientemente la unidad y el entendimiento, de las tres regiones involucradas en la lucha.
Ante la difícil decisión entre la vida de uno de sus hijos y la necesidad de una Cuba independiente, resolvió no sacrificar la segunda por la primera, juicio que le valió el título de Padre de la Patria.
Como era de esperar de quien tan altruistamente se puso al servicio de la patria y de su pueblo, ante la disposición de la Sección Civil de la República en Armas de destituirlo de su cargo, ese gran cubano expresó: «En cuanto a mi deposición he hecho lo que debía hacer. Me he inmolado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la Historia. Y pongamos aquí punto final a la política».