Nunca le tuve miedo a la muerte. Me pasé más de la mitad de mi existencia siendo un enterrador, y les aseguro que a Enildo Pérez del Rosario nunca lo intimidó. Ahora sí, ahora sí me asusta. No quisiera que me lleve… No por mí, es por Justina, mi esposa.
Hace un año y medio se quedó ciega, y me da temor dejarla en manos de alguien que no la cuide como lo hago yo. Eso se lo debo. Quiero estar a su altura, responderle igual que lo hizo ella… Oigan, sin ese amor suyo, sin su comprensión, otra hubiera sido mi vida.
Miren ustedes qué curioso, a Justina, mi primera y única novia, la conocí frente al cementerio de Matanzas. Ayudaba a un amigo a vender flores, cuando la vi… Me encantaron sus ojos. Pensé que me iba a planchar al decirle que era un simple sepulturero, y ya ven, eso no le importó. Lo digo porque hay gente que rechaza un oficio que creen maldito, parece que por estar ligado al drama de la muerte. Yo tampoco me hubiera interesado en él, a no ser por la penuria en la que se vivía en aquel 1954.
Tenía 17 años cuando conseguí un empleo como ayudante de albañilería en San Carlos Borromeo, la necrópolis matancera, un trabajo que entendí como algo normal, quizás porque vivía cerca del cementerio, en un reparto que se conoce como el Naranjal, y estaba acostumbrado a lo que rodea ese mundo de ultratumba, ni creía en fantasmas ni nada que se le pareciera.
Al principio, lo mío nada más era dar pala como un condenado, batir mezcla, construir bóvedas… Lo de sepulturero llegó después.
A medida que colaboraba con los enterradores, fui encariñándome con lo que hacían. Y créanme, yo le descubrí algo diferente… Llegué a sentirme un hombre privilegiado, privilegiado sí. Asistir a ese último minuto de la vida de alguien, significaba algo grande para mí.
Y allí estaba, presto a aliviar las penas, los sufrimientos de los familiares del fallecido, interesado en ofrecerles un trato esmerado. Lo mismo aconsejaba en qué lugar debía ir el difunto, que velaba celosamente porque nada fallara en esa hora crucial…
Mire usted qué cosa, ya no pertenezco al cementerio y sigo siendo Enildo, el sepulturero. No hay día que yo ande por las calles que no reciba el cariño de gente de la que ni me acuerdo. Siempre le digo a Justina, soy un hombre famoso. Creo que por eso el año pasado el gobierno municipal me nombró Hijo Ilustre de la ciudad de Matanzas. Y lo conseguí trabajando.
Lo que el trabajo da
Lo importante no es lo que se hace, es cómo se hace. Lo digo yo que llevo 62 años doblando el lomo. ¡Casi 50 años como enterrador! y en el 2005 fue que vine a jubilarme. Me arranqué un pellejo de un dedo del pie y se puso tan feo que hubo que operar. Quedé cojo y con pocas fuerzas para ese trabajo. Por eso cambié al puesto de custodio. Primero en la Dirección Municipal de Servicios Comunales y ahora en una funeraria.
A veces me acongojo y echo de menos al cementerio. Allí comenzó mi historia como Vanguardia Nacional. ¡25 años seguidos! Fíjense que ya me había ido de allí, cuando a finales de abril del 2015 me entero de que había salido Héroe del Trabajo de la República de Cuba. De verdad que a esas alturas no me lo esperaba.
Y qué apuro pasé el día que me entregaron la medalla. Yo contento con aquella guayabera blanquita blanquita que horas antes nos habían obsequiado, y de pronto me entró un nerviosismo que no paraba de sudar. Cuando tocó mi turno y el Segundo Secretario del Comité Central del Partido, José Ramón Machado Ventura, colocó el título en mi pecho, yo les juro que las piernas me temblaron. Nunca sentí algo igual. Será por lo que pesa un honor tan grande.
Y lo mejor de todo, es que soy fruto del trabajo, soy lo que el trabajo da. No crean que lo mío era solo dedicarme a cumplir con ser sepulturero. Estuve siempre que me llamaron. Perdí la cuenta de las zafras donde corté caña, de las veces que recogí naranjas, de los parques que reparé, construí… ¿Faltar?, ¿llegar tarde?, eso jamás.
Conocer lo que se hace es lo principal
Yo he sido un hombre consagrado. Siempre he pensado que las cosas se consiguen de esa manera. Por eso llegué a dominar un oficio al que le conocí cada secreto. Si de algo alardeo es de saberle cada rincón al cementerio, su alma.
A veces estoy de guardia en la funeraria y lo recuerdo, cierro los ojos y digo, esa tumba está en tal galería, aquella, más acá…, y termino repitiendo un epitafio que me gusta, inscripto en el segundo pasillo de la necrópolis: Un padre nuestro por mí te pido que reces, hermano, que más tarde o más temprano tú has de venir para aquí. Como te ves yo me vi, como me ves te verás, todo para en esto aquí. Piénsalo y no pecarás.
En San Carlos vi todos los rostros de la tristeza. Desde la sepultura a mi propia madre, hasta el llanto por la de otros. Cómo duelen las pérdidas de los hijos, de los niños. A quién no se le ablanda el corazón en un momento así. Dicen que con los años nos volvemos duros… No lo creo, la muerte me sigue conmoviendo.
De funerales no hay quien me hable. Trabajé en unos 50 mil, pero ninguno me impresionó como aquel del 4 de enero de 1959. Medio pueblo honró a Horacio Rodríguez Hernández, expedicionario del yate Granma. Fue grandiosa aquella muestra de agradecimiento a un revolucionario de su altura.
También llevo en la memoria los inolvidables días en que desenterramos la momia que hoy está en el museo Palacio de Junco. Después de unos cien años, Josefa Petronila Margarita Ponce de León Heredero estaba casi igualita. Parecía vestida de ayer. El túnico blanco, la mantica, los zapatos… Solo le faltan los huecos de los ojos.
Momentos malos también los tuve en la necrópolis. Se me partió el corazón con las 42 bóvedas que personas sin sentimientos profanaron precisamente la víspera de un Día de las Madres. ¡Qué dolor! ¿Quién puede dormir tranquilo después de haber hecho algo así?
Mil historias pudiera seguir contando de mis días como sepulturero. Una pregunta que siempre me han hecho es sobre el mito de si los muertos salen. Jamás vi uno, será por lo buena gente que fui con ellos. Con un difunto sí que me confundieron.
Era un día de esos que a las cinco de la tarde parece de noche. Estaba reparando una bóveda bien profunda. Saco la cabeza para pedir un poco de mezcla, y en ese justo instante pasaba una mujer… La pobre soltó un ayyyyyyyyy de esos que te congelan el alma. Y paticas para que te tengo.
Bueno, ya he contado bastante de mí. Tengo que volver a la casa. Justina me espera. Quisiera pasar más tiempo con ella, pero me toca seguir trabajando para garantizarle sus cosas. Esa mujer vale oro. Mejor que ella no hay, que me disculpen las mujeres. Nunca ni una mala cara… No tuvimos hijos, sin embargo hemos sido felices.
No es porque sea mi esposa, pero es un crimen que se haya quedado ciega. ¡Tremenda maestra!, y no es que lo diga yo. Pregunten para que vean, pregunten en Matanzas quién es Justina E. Lavín.
A una compañera así, no se le falla. Ella necesita de mí. Por eso no quiero morirme ahora. Y aunque fumo mis tabaquitos, me cuido como gallo fino. ¡Ni los callos me duelen! Solo espero una cosa, espero que la muerte entienda mis razones.