Junto a Alejo Carpentier y José Lezama Lima, José Soler Puig (Santiago de Cuba, 1916-1996) forma la tríada esencial de los novelistas cubanos del siglo XX. Quizás esta afirmación asombre a más de uno, teniendo en cuenta la monumentalidad y contundencia de las obras de los dos primeros, pero la creación de Soler Puig en ese género está a la altura de la mejor literatura hispanoamericana, aunque siga siendo prácticamente un desconocido para buena parte de los lectores del continente, e, incluso, de no pocos lectores cubanos.
Bastaría una novela, El pan dormido (1975), para ubicarlo entre los grandes. Muy pocas veces la ciudad de Santiago de Cuba (su historia, su ambiente, sus habitantes) ha sido recreada con tanto vuelo. Y no hablamos solamente del acabado meramente formal —extraordinario—, sino del aliento que lo matiza y alumbra todo.
Ahí se habla del devenir de una familia desde el singularísimo punto de vista de uno de sus integrantes (el narrador-personaje es uno de los mayores aciertos de la obra) y al mismo tiempo se presenta una perspectiva del contexto, con marcada vocación social pero evitando enfoques panfletarios.
Vamos a decirlo con todas las letras: El pan dormido es una de las mejores novelas cubanas de todos los tiempos.
Claro, no es la más conocida y comentada de Soler Puig. Ese privilegio lo conserva todavía Bertillón 166, con la que obtuviera en 1960 el Premio Casa de las Américas. Testimonio de la lucha clandestina contra la dictadura de Batista, la novela devino referente de la vertiente realista de la narrativa cubana de los primeros años de la Revolución.
No es una creación perfecta, aquí y allá son evidentes ciertos rezagos retóricos, pero hay elementos que la distinguen en el panorama de esos años: esta es una novela coral, protagonizada (como se ha apuntado tantas veces) por una ciudad, Santiago de Cuba. La estructura fraccionada, la diafanidad de los planteamientos, la recreación de las atmósferas llamaron la atención de muchos de los grandes escritores de esos años. El propio Carpentier descubriría en Soler el auténtico temperamento de un novelista. Los años le darían la razón.
El caserón (1976) causó cierto revuelo por su zambullida en ámbitos poco abordados por la literatura de esos años: el espiritismo, por ejemplo. Se trata de una lectura ardua, pero apasionante. Y aquí, otra vez, es notable el trabajo con el narrador, que reta convencionalismos.
Hay otras novelas (Un mundo de cosas, de 1982, una de las más ambiciosas; El nudo, de 1983; Ánima sola, 1986), y hay cuentos, guiones para la radio… Soler Puig fue un escritor prolífico.
Todavía estamos en deuda con ese legado. Una de las principales convocatorias literarias de esta Feria es el coloquio dedicado a la vida y obra de este santiaguero ilustre. Es la arrancada: en el año de su centenario, José Soler Puig tiene todavía mucho que enseñar.