Mi niñez transcurrió en aquel territorio que el 6 de febrero de 1932 le dio la bienvenida a Camilo Cienfuegos Gorriarán, un nombre recurrente a lo largo de mi vida, y cómo no lo sería si desde mis primeros años la mano protectora de mi padre me acercó a él, a ese hombre que se percibe en el ámbito de la que fue su casa en Lawton, devenida museo.
Mis recuerdos de aquella visita son muy dispersos, pero aún guardo en la memoria el pasillo que debe atravesarse para llegar hasta el lugar donde creció el niño humilde, el joven guerrero. Rememoro las pequeñas habitaciones, la máquina de coser, una camisa que le perteneciera y la extrema sencillez en la que vivió un hombre tan valioso.
En aquella ocasión la guía paterna me proporcionó la felicidad de descubrir al Señor de la Vanguardia como algo más que un máximo representante de los valores patrios, la figura inalcanzable por sus méritos como expedicionario del Granma, combatiente en la Sierra Maestra, victorioso conductor del combate de Yaguajay, y querido Comandante del Ejército Rebelde.
También lo humanizó ante mis ojos de infante; se me mostró familiar y cercano, algo que en no pocas ocasiones los libros de historia pasan por alto. El sentimiento en mí despertado aquel distante día perdura hasta el presente. La amplia sonrisa de la que hablan las canciones a él dedicadas se mantiene en estos tiempos tal y como la vi de pequeña. Me satisface poder recordarlo siempre y rendirle homenaje con una flor, y saberlo presente en la risa de un niño.