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Cenicienta descalza

Foto: Yuris Nórido
Foto: Yuris Nórido

 

Walt Disney pasó los grandes cuentos infantiles europeos por un tamiz que los marcó para la contemporaneidad. Bueno, seamos justos: bastante picardía y pinceladas  risibles les habían quitado  antes muchos editores decimonónicos. El caso es que  cuando ahora pensamos en  Blancanieves, Aurora, de La  bella durmiente y Cenicienta, las concebimos protagonizando historias de azucarado  romanticismo, postales del  amor puro e idealizado…

Pero muchos de esos relatos, en su esencia, preservan la  semilla de lo grotesco y lo estrafalario… El Ballet de Montecarlo, en su debut habanero,  ha recuperado algo de ese acervo. La Cenicienta que presentó  hasta ayer en la sala Avellaneda  del Teatro Nacional rompe con  lugares comunes e incluso con  la más rancia tradición: falta la  celebérrima zapatilla de cristal, sustituida por un brillo dorado sobre los pies descalzos de  la protagonista. Una metáfora  poderosa, y al mismo tiempo,  de singular calado poético.

De eso puede presumir la coreografía de Jean-Christophe Maillot para la compañía  del Principado de Mónaco: de  un lirismo por momentos insólito, “contaminado” por golpes de hilaridad o chocante  desembarazo. Puede que la  línea danzada se fragmente  aquí y allá, que las rutinas despedacen por momentos la fluidez de los adagios clásicos…  pero la poesía se hace cuerpo,  en buena medida gracias al sólido edificio dramático.

El primer acto, de acuerdo, puede parecer demasiado  largo y prolijo (hay cambios  en la historia “original” que  ameritan una lectura detenida del programa); aunque es notable aquí la pretensión de burlarse de los convencionales cuentos de hadas: frente  a la Cenicienta se escenifica,  con grandes dosis de ironía,  la historia una y mil veces  contada. Teatro dentro del  teatro, nuevamente.

Pero los dos actos finales son entramados sólidos, en los que la danza deviene elemento narrativo sin excesos en la  pantomima. Hay imágenes de  elegante simbolismo, resueltas con ejemplar economía de  recursos escénicos.

Brillante el cuerpo de baile en sus ejecuciones, pero llama la atención la exquisita caracterización de los personajes  principales, especialmente la  madrastra, la peculiar hada  madrina (que evoca una y otra  vez a la madre muerta) y el padre de Cenicienta.

El ballet rompe una y otra vez la pauta neoclásica con golpes de chispeante contemporaneidad; asume —y de  paso estiliza o “deforma”—  poses y dinámicas de la cotidianidad, de manera que el  público se puede identificar  perfectamente con la trama.

Del diseño escenográfico, de vestuario e iluminación se podría escribir todo un ensayo: minimalistas y funcionales, hermosos en su esencialidad.

Las largas ovaciones al final de las tres funciones fueron testimonio del extraordinario impacto sobre los  espectadores. Está claro: este  no es el ballet que estamos  acostumbrados a disfrutar  por estos lares. Afortunadamente citas como el Festival  de Teatro abren puntualmente ventanas a lo que se hace  en el mundo. Estas presentaciones del Ballet de Montecarlo son ya históricas.

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