Cuando el miércoles 6 de octubre de 1976 el espadista José Ramón Arencibia Arredondo se acomodó en su asiento del vuelo CU-455, tenía apenas 23 años y acababa de coronarse en dos especialidades diferentes del IV Campeonato Centroamericano y del Caribe de Esgrima, celebrado en Venezuela.
Inesperadas situaciones lo habían llevado a ganar dos medallas de oro y una de bronce. De hecho, nadie lo superaba en preseas dentro del DC-8 de Cubana de Aviación donde volaban 13 de los 24 metales disputados y el equipo que horas antes había arrasado con todos los primados en tierras morochas. Con solo 23 años Arencibia no podía saber que se trataba de sus últimas medallas.
Al inicio del campeonato, la cuarteta cubana de florete integrada por Nelson Fernández, Leonardo MacKenzie, Carlos Leyva y Cándido Muñoz no pudo llegar a tiempo. Arencibia ocupó uno de los cupos en la justa individual. Resultado: el 27 de septiembre de 1976 el espigado joven habanero derrotó en la final al local Eliecer Gutiérrez por 5-4. Era el primero de los ocho títulos que ganaría el equipo.
Así, José Ramón daba la gran sorpresa. Había sido campeón de espada en la edición de 1974, pero este oro del florete sabía a gloria. Su inscripción fue atropellada, los implementos prestados y la preparación casi nula. La hazaña, sin duda, merecía titulares.
Sin embargo, aquel certamen de 1976 apenas comenzaba para él. Seis días después de reinar en florete se colgó el bronce individual en espada, detrás de su compañero Ricardo Cabrera y el boricua Rubén Hernández. Luego, en la jornada siguiente subiría con su equipo a lo más alto del podio.
Sus inicios en la esgrima fueron en la sala de Armas del Cotorro, al suroeste de La Habana, de la mano del profesor Rafael Arévalo. Según recuerda Julio César González, entrenador de los equipos nacionales de esgrima por varias décadas, José Ramón entró a la recién creada Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (Eide) de La Habana en el curso 67-68.
De hecho, él mismo fue quien lo seleccionó, y aunque ese año solo se convocó al florete a los Juegos Escolares, José Ramón dedicó todo el tiempo a la espada bajo la tutela de Julio César. “Era un muchacho delgado, pero alto; era evidente que iba a crecer mucho más y podría ser un buen espadista”, rememora quien más tarde sería su amigo personal.
Tres años más tarde, en 1970, su pasión y disciplina lo llevarían a cosechar lauros en su primera competencia de nivel. Frisaba los 17 años cuando el torneo internacional Ramón Fonst In Memoriam lo vio vestirse de monarca. Desde ese momento se revolucionó su vida con la llegada al equipo nacional, el bronce por equipos en los Juegos Panamericanos de Cali 1971, la universidad, la plenitud de una carrera que recién comenzaba y ya mostraba frutos.
Bien visto, Caracas era la guinda del pastel, la confirmación de su madurez como atleta y la plataforma que debía convertirlo en referente dentro de su generación.
Por eso no resulta difícil imaginar la alegría de Arencibia: regresaba a casa como el máximo medallista de la justa venezolana y protagonista de la hazaña que supone vencer en dos armas diferentes. Con certeza, esas tres medallas se verían muy bien en la colección que amenazaba con desbordar su escaparate.
Durante el despegue y contagiado por las risas de sus compañeros, es probable que en la memoria repasara cinematográficamente los recuerdos de sus últimas medallas, aún frescos: el tintineo producido al chocar los aceros, el calor de la chaquetilla y los guantes, las pistillas metálicas crujiendo bajo los pasos felinos de los tiradores… parada, riposta, ¡punto y medalla de oro!
Justo a las 12:23 minutos del mediodía y con la misma ferocidad con que se lanzaba en una estocada a fondo, José Ramón debe haber sentido el estallido dentro del baño y cómo aquella masa de acero convulsionaba sobre las cristalinas aguas de Barbados. El CU-455 no tuvo ninguna oportunidad ante la bomba que le destrozó el vientre con estruendo de muerte.
De las últimas medallas de Arencibia quedan apenas algunas cifras, pocos relatos, casi ningún testigo y la réplica que le fuera entregada en 1995 a Julio César González. De la proeza deportiva de esos jóvenes solo se tienen referencias y no historias en primera persona. No tuvieron tiempo para contarlas. Aquel mediodía, los tres magníficos metales que Arencibia cargaba consigo, jamás llegarían a casa.